EL RUISEÑOR.
6.30 horas paralelo sur
de la ciudad. Como un gigante, repetitivo y predecible, la gran ciudad se
despertaba perezosamente con sus mismos movimientos. El tráfico, comenzaba a
ser denso, las luces empezaban a encenderse en las casas y los ruidos
aumentaban progresivamente, poco a poco
pero imparablemente aquel ser de cemento
y acero se encaminaba a la rutina de siempre. En unas de sus muchas calles aún
en media penumbra y grises por un cielo todavía sin despertar, un hombre
cobijado dentro del cuello levantado de su gabardina caminaba por la acera
mojada de lluvia nocturna, sabiendo que iba a ver en cada esquina porque cada
día pasaba por ellas. Cumplía con su faceta cotidiana de rellenar el paisaje en
aquel lugar y a esas horas en cada mañana. Rostros serios, adormecidos y
enfadados por tener que madrugar, tener que hacer cada día lo mismo, el dichoso
trabajo de siempre, el tener que ir al colegio sin saberse las dichosas
matemáticas o al mercado con el carrito a la espera inútil de que ese día los precios hayan bajado o ancianos para ser los primeros en el ambulatorio, eran
los motivos que empujaban a la calle a hacerlo una y otra vez.
Los primeros cigarrillos ahumean las fotos de los futbolistas en la prensa mientras se toman los primeros cafés en el bar de la esquina. Una mañana gris más, como el ánimo de aquel hombre que caminaba intentando esquivar a la molesta gente que se cruzaba en su camino. Las mismas caras de los mismos desconocidos que lo ignoraban, los mismos perfumes de mujer en esos bonitos cuerpos prohibidos que le adelantaban por las aceras. Como cada día a las diez saldría a almorzar aunque no tuviera ganas y se tomaría el café con leche y su tostada de aceite de siempre. A las dos del mediodía tomaría el autobús que como siempre vendrá con retraso y abarrotado de esos mismos extraños para irse a casa y tomarse las lentejas de todos los lunes no sin antes pasar a comprar el fascículo de recetas. “Lomo de ciervo adobado en Chatenef du Pape del 86 acompañado de ciruelas, manzanas y setas junto a patatas caramelizadas”, que hacía el numero 156 de la colección de fascículos. De repente algo le hizo sacar la cabeza del cuello levantado de la gabardina, sintiendo el frescor de la mañana en su nuca. Una voz sonó detrás de él.
---- “A la feria de Valverde, le
pasa como al cariño, que quien más pone más pierde”. Una canción llenó la calle mojada, cantando en un falsete.
“Dale jaleo, jaleo, jaleo, y un sombrero de tres picos que le está dando
mareo, que le está dando mareo”. Prosiguió
el cantor hasta terminar el trozo de una vieja canción, para acabar con un
armonioso silbido, la estrofa. Alguien a su lado estaba cantando, sí, cantando.
Se sorprendió porque ya nadie silba por
la calle y menos aún canta. Se dio cuenta que hacerlo es sinónimo de
relajación, de encontrarse a gusto con uno mismo y con lo que te rodea y hoy en
día, a pesar de todas las ventajas que la sociedad moderna nos brinda, las personas no cantan ni
silban en la calle. Quizás debido al dichoso jefe que la tenía tomada con él, a
los políticos que no solucionan nada realmente importante para un persona
sencilla o a que el jugador de turno no meta el gol decisivo el domingo. El hombre que sí lo hacía era en señor de
edad avanzada, de buen aspecto, se le veía feliz y sin problemas, caminaba con
las manos cogidas a la espalda y no tenía aspecto de tener que ir el médico a
por recetas. Al cruzarse con él, lo miró sonriente y le dio los buenos días
mientras seguía su camino. Nuestro hombre se detuvo para observarlo como se
alejaba, casi instintivamente se bajó cuello de la gabardina y el frescor de la mañana, ahora, le acarició las sienes produciéndole un bienestar
olvidado.
Se diría que le sentó bien oír aquello, dobló la callejuela en la primera
esquina que encontró para incorporarse a la avenida principal llena de personas
ya no tan extrañas. Al poco de caminar entre ellas decidió que esa mañana a las
diez, cuando saliera a almorzar, se iba a tomar medio bocadillo de anchoas y
una caña bien fresca, que se subiría andando a casa para saborear las
deliciosas lentejas porque por fin era lunes y que mañana por la mañana cuando
se volviera a cruzar con aquel cuerpo escultural de mujer le silbaría, por lo
bajito, cuando lo adelantara por la acera.
Ser feliz no tiene por qué darme preocupaciones, pensó.
Fin.
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