lunes, 8 de septiembre de 2014

EL RUISEÑOR



                                                                                  EL RUISEÑOR.

6.30 horas paralelo sur de la ciudad. Como un gigante, repetitivo y predecible, la gran ciudad se despertaba perezosamente con sus mismos movimientos. El tráfico, comenzaba a ser denso, las luces empezaban a encenderse en las casas y los ruidos aumentaban progresivamente, poco a  poco pero imparablemente  aquel ser de cemento y acero se encaminaba a la rutina de siempre. En unas de sus muchas calles aún en media penumbra y grises por un cielo todavía sin despertar, un hombre cobijado dentro del cuello levantado de su gabardina caminaba por la acera mojada de lluvia nocturna, sabiendo que iba a ver en cada esquina porque cada día pasaba por ellas. Cumplía con su faceta cotidiana de rellenar el paisaje en aquel lugar y a esas horas en cada mañana. Rostros serios, adormecidos y enfadados por tener que madrugar, tener que hacer cada día lo mismo, el dichoso trabajo de siempre, el tener que ir al colegio sin saberse las dichosas matemáticas o al mercado con el carrito a la espera inútil de que ese día los precios hayan bajado o ancianos para ser los primeros en el ambulatorio, eran los motivos que empujaban a la calle a hacerlo una y otra vez.


Los primeros cigarrillos ahumean  las fotos de los futbolistas en la prensa mientras se toman los primeros cafés en el bar de la esquina. Una mañana gris más, como el ánimo de aquel hombre que caminaba intentando esquivar a la molesta gente que se cruzaba en su camino. Las mismas caras de los mismos desconocidos que lo ignoraban, los mismos perfumes de mujer en esos bonitos cuerpos prohibidos que le adelantaban por las aceras. Como cada día a las diez saldría a almorzar aunque no tuviera ganas  y se tomaría el café con leche y su tostada de aceite de siempre. A las dos del mediodía tomaría el autobús que como siempre vendrá con retraso y abarrotado de esos mismos extraños para irse a casa y tomarse las lentejas de todos los lunes no sin antes pasar a comprar el fascículo de recetas. “Lomo de ciervo adobado en Chatenef du Pape del 86 acompañado de ciruelas, manzanas y setas junto a patatas caramelizadas”, que hacía el numero 156 de la colección de fascículos. De repente algo le hizo sacar la cabeza del cuello levantado de la gabardina, sintiendo el frescor de la mañana en su nuca. Una voz sonó detrás de él.
----    “A la feria de Valverde, le pasa como al cariño, que quien más pone más pierde”.  Una canción llenó la  calle mojada, cantando en un  falsete.   “Dale jaleo, jaleo, jaleo, y un sombrero de tres picos que le está dando mareo, que le está dando mareo”.  Prosiguió el cantor hasta terminar el trozo de una vieja canción, para acabar con un armonioso silbido, la estrofa. Alguien a su lado estaba cantando, sí, cantando. Se sorprendió porque ya nadie silba por  la calle y menos aún canta. Se dio cuenta que hacerlo es sinónimo de relajación, de encontrarse a gusto con uno mismo y con lo que te rodea y hoy en día, a pesar de todas las ventajas que la sociedad  moderna nos brinda, las personas no cantan ni silban en la calle. Quizás debido al dichoso jefe que la tenía tomada con él, a los políticos que no solucionan nada realmente importante para un persona sencilla o a que el jugador de turno no meta el gol decisivo el domingo.  El hombre que sí lo hacía era en señor de edad avanzada, de buen aspecto, se le veía feliz y sin problemas, caminaba con las manos cogidas a la espalda y no tenía aspecto de tener que ir el médico a por recetas. Al cruzarse con él, lo miró sonriente y le dio los buenos días mientras seguía su camino. Nuestro hombre se detuvo para observarlo como se alejaba, casi instintivamente se bajó cuello de la  gabardina y el frescor de la mañana, ahora,  le acarició las sienes produciéndole un bienestar olvidado.
Se diría que le sentó bien oír aquello, dobló la callejuela en la primera esquina que encontró para incorporarse a la avenida principal llena de personas ya no tan extrañas. Al poco de caminar entre ellas decidió que esa mañana a las diez, cuando saliera a almorzar, se iba a tomar medio bocadillo de anchoas y una caña bien fresca, que se subiría andando a casa para saborear las deliciosas lentejas porque por fin era lunes y que mañana por la mañana cuando se volviera a cruzar con aquel cuerpo escultural de mujer le silbaría, por lo bajito, cuando lo adelantara por la acera.  Ser feliz no tiene por qué darme preocupaciones, pensó.


                                                                            Fin.

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