Para
Peregrina Araez que comenzara un nuevo día no tenía un excesivo interés, tan
solo el poder darle las gracias a Dios por despertar de nuevo en otra vez en el
mundo de los vivos y no del todo, pues desde hacia tiempo cada vez que se
acordaba de su pobre Manuel decía en voz alta -¿ Cuando querrá nuestro Señor
llevarme contigo? ¿ Qué hago yo aquí
sola sin ti? “. Entre ellos dos nunca hubo un amor apasionado, ni el placer de
despertarse con una frase cariñosa como a veces se decían los protagonistas
de las telenovelas que su Manuel y ella veían en el bar de Demetrio, un húmedo
y oscuro lugar donde el humo de los cigarros de una gente con mirada callada y
gesto surcado de cansancio y soledad ennegrecían aún más las paredes adornadas
con fotografías de paisajes lejanos como única manera de poder soñar en irse de
allí. A Peregrina le encantaban esas telenovelas sobre todo por los vestidos, zapatos y
peinados que lucían las actrices, pero que luego tenían un efecto secundario totalmente contraproducente ya que al llegar a su casa, Peregrina, se miraba al
espejo del comedor
en silencio de arriba abajo y comprendía lo poco que se
parecía a ellas y lo peor era, que nunca lo conseguiría. Se consolaba pensando
que quizás no existieran de verdad, por lo menos del todo, ya que ella nunca
había visto a nadie igual.
“Eso
son cosas de la televisión que las ponen para engañar a tontas como tú y que se
gasten los dineros comprando ropa cara, además aquí en el pueblo no sirven para
nada esas ropas de cabareteras, aquí hay que trabajar ¡Para que querrás tu vestidos así! le
bramaba su marido siempre que ella le
decía lo elegantes y arregladas que iban esas mujeres comparadas con ella. A
continuación Manuel salía disparado del bar de la plaza Mayor y emprendía la
marcha hacia el caserón donde
vivían
a la entrada del pueblo a toda prisa para así dejar atrás a su mujer y
demostrarle su enfado por tener la desfachatez de malgastar el dinero, aunque
fuera en un pensamiento tan solo.
Peregrina
no intentaba alcanzarlo pues sabía que lo hacía a propósito como castigo por su
comentario aunque ella no le diera excesiva importancia al tener que caminar sola, pues casi nunca lo
había hecho cogida de la mano de su esposo o por lo menos, ya no se acordaba cuando fue la última vez que lo hizo. Su
matrimonio fue como el de su madre, el de su abuela, el de su única hermana y
como el de todas sus amigas del pueblo. Por aquella época los matrimonios eran
como una especie de contrato profesional entre ambas partes, en donde cada uno
de los cónyuges contribuía a la subsistencia de la familia, según su capacidad
física y destreza con lo que casi siempre convertía al más débil en esclavo
encubierto del otro. El hombre se encargaba de trabajar los campos, del ganado
y de la conservación de la vieja casona donde había vivido la familia desde
generaciones atrás. Ella por su parte atendía la casa, el pequeño huerto y de
cuidar los niños que nunca tuvieron. Daba
gracias a Dios de no haberlos tenido cada vez que se miraba al espejo del
comedor pues no deseaba la vida que ella tenía para nadie y menos para un hijo. Cuando los fríos del invierno azotaban los viejos muros de la casa y
la nevada obligaba a quedarse en casa, sentados frente la lumbre, miraba a su
marido como, entre tinieblas a través del resplandor del fuego, se frotaba las
manos al calor para mitigar el dolor de los sabañones y mientras lo observaba
se decía así misma que era una suerte haberse casado y poder disfrutar de la
compañía de un hombre y así no estar
sola en la vida. No obstante había un día en que se sentía privilegiada frente
a su marido pues cada mes subía al pueblo, si el tiempo no lo impedía, la
furgoneta de Jacinto. Era como una droguería, ferretería, farmacia , sastre y
servicio de correos comprimido y sobre ruedas. También llevaba alguna revista
pasada de fecha que le regalaba a Peregrina que ésta leía con pasión y lentitud no
para que le durasen más si no porque nunca aprendió a hacerlo con destreza
---- “Para Ud. Sra. Araez fíjese y vera como se
parece a alguna de esas mujeres famosas.” Le
decía Jacinto con una sonrisa de complicidad.
Pero
Peregrina sobre todo lo esperaba con anhelo porque le traía su crema de manos. Esa
crema era para ella todo un sueño un
escape para todo aquello, para su sufrimiento, era el billete para viajar adentro de aquellas novelas del bar de
Demetrio. Cuando al acostarse se cepillaba su cabello sentaba en el borde de la
cama, sobre la cama de hierro donde un día tuvo la suerte de nacer y contemplaba
la foto de sus padres que colgaba de la pared ligeramente inclinada hacia abajo, se acercaba
los dedos a su nariz para oler el aroma de la crema y cerraba los ojos.
Entonces le venía a su mente la imagen de su padre cuando de pequeña, al volver
de una dura jornada de trabajo en la era, en lugar de irse directamente a casa
y descansar siempre su acercaba a los gallineros para buscarla mientras
ella se escondía al verlo venir. Al descubrirla la sujetaba entre sus fuertes
manos mientras reían, entonces le acariciaba el cabello su padre mientras la
miraba fijamente en silencio. Peregrina siempre espero que le dijera algo
cariñoso, aún así ella sabía que su padre la quiso mucho y ahora sentada en la
cama sentía de nuevo su mano acariciando
su cabeza. Mi niña. Su padre
hubiera querido fuera una gran señora, que no tuviera que malgastar su vida en
aquel mísero pueblo, que estudiase y no tener que pasar la vida que él llevaba.
Su padre no pudo evitar ese destino ni
el sentimiento de culpabilidad que poco a poco Peregrina fue
descubriendo en él.
Toda
persona conforme va madurando tiene que a ir asumiendo distinto roles en la
vida, padre, marido, estudiante, trabajador adopta unos y abandona otros pero
siempre se sigue siendo hijo, siempre se necesita en determinados momentos de
tu vida a tus padres, momentos de temor, de soledad, de desesperación en
esos instantes de desamparo de echa en falta una mano fuerte que coja la tuya, una caricia y un arrullo de
tu madre protegiéndote de amenazas reales o imaginarias.
Eso
precisamente deseaba en ese instante Peregrina, como cada noche antes de
dormir, casi desde de contrajo matrimonio.
La
última vez que asistió a misa fue durante las fiestas de San Damián, patrón
local, en la que ella la única feligresa que asistió a misa fue ella, no porque
en su pueblo fueran ateos, sino porque era la única que vivía allí desde hacia años.
En el pueblo no quedaba nadie más, ella y la soledad como únicos empadronados
en El Picudo. Al pie de la sierra, el aire helado había acabado con todos los
habitantes. Los mayores fueron marchándose al otro mundo y los pocos jóvenes a la capital.
Cuando
Peregrina era una niña en el pueblo se celebraban las fiestas
por todo lo alto, las mozas casaderas se engalanaban con el único traje decente que tenían, heredado y arreglado con
esmero por sus madres. Los jóvenes no salían mejor parados, el primer y último
traje que se compraban en su vida era el del su boda,
con él se casaban, iban a los entierros, a los bautizos , se vestían los Domingo y
fiestas de guardar y a ver a D. Nicanor.
D.
Nicanor era el terrateniente y arrendador de tierras de la comarca, cuando era
época de plantar la cosecha y se necesita algo de dinero. Ese traje era una
especie de baremo indicador de la edad del muchacho pues cuando ya no se le
podía sacar más tela del dobladillo significaba que el muchacho ya era hombre y
se debía de ir buscando novia. Sin saberlo Peregrina, el día que a Manuel el
traje ya no le cerraba de cintura, empezó a cerrársele a ella su vida.
Peregrina durante las fiestas disfrutaba mucho, eran días en los que todo se
transformaba en El Picudo, había animación en las calles, el horno del panadero echaba humo
constantemente, las mujeres iban y venían llevando bandejas de latón repletas
de pastas para hornear en la panadería. Durante ese fin de semana en su casa se
respiraba otro aire más alegre, se reía, su madre se arreglaba y todos juntos
acudían a misa y
al baile. Tampoco había clase, como siempre pues no existía colegio, solo la
buena voluntad de D. Gines veterinario de la zona
y que los domingos acudía , después de misa, para clase y enseñar a leer,
escribir y las cuatro reglas a los pocos niños del pueblo. D. Gines era un
hombre menudo, viudo y un santo según
decían allí. En una de esas clases Peregrina conoció a Jesús, hijo de D. Gines
que lo acompañaba, era un muchacho frágil, educado, simpático y limpio todo lo
contrario a lo había por allí, empezando por Manuel, que ya le había propuesto
relaciones y acabando Lolo el perro. Como era lógico Peregrina se enamoró
perdidamente de ese muchacho y después de la clase charlaban un rato hasta que
su padre recogía la clase. Esperaba cada Domingo con la esperanza de que un día
su sueño se hiciera realidad y de que Jesús se declarara y pudiera marcharse
con él a vivir otra vida distinta a la que le esperaba allí. Un Domingo D.
Gines apareció solo, sin su hijo como siempre llegaba. A Peregrina el corazón le golpeo la
garganta.
¿Y Jesús
está enfermo?
No. Esta
en Madrid empieza a estudiar Ingeniería la semana que viene - contestó D.
Gines.
La
vida le hizo la primera muesca en su corazón pero no sería la última. La muerte
de sus padres, la viudedad y soledad en que vivía desde hacía veinte años
completaron el cupo. No obstante desde algún tiempo una extraña sensación
invadía como hiedra salvaje en su alma, algo nuevo para ella, la sensación de
libertad. Peregrina era alta y delgada pero fuerte a la vez diríase que se
parecía más a un hombre frágil que a una delicada mujer. Siempre llevaba el cabello corto
principalmente porque en el pueblo no había peluquería, ni de hombre y menos todavía de señoras y la providencia solo le enseñó a cortar el pelo hasta que quedara
poco y así lo hizo siempre con su cabello, con su Manuel, con las ovejas y con Lolo, el único que quedaba en aquel lugar con ella. Aquella mañana de
Febrero hacia un frío que
horadaba el alma al respirarlo tiñendo de un brillo metálico los campos,
Peregrina calzada de botas altas de plástico, pantalones y falda negras, así
como el suéter y el rebecón se encaminaba hasta el pozo acompañada del perro.
Al llegar al lugar soltó el nudo que sujetaba el cubo y éste al caer quebró la
capa de hielo que cubría el fondo del pozo. Lentamente comenzó a izarlo
expulsado vapor por la boca debido al frió. Cuando alcanzó la superficie lo
apoyó sobre el borde de piedra y al ir a traspasar el agua de cubo dió un
alarido cayéndole el agua encima del pobre Lolo, que jamás se recuperaría de aquel baño helado. Volvió a repetir la
operación y otra vez aparecía aquella imagen sobre el agua, el de una
mujer elegantemente vestida, peinada con esmero y maquillada como una actriz.
Su cara le era familiar, era ella misma. El destino por fin le había
favorecido.
Últimamente
a pesar de su soledad era feliz, comía y dormía cuando quería, no tenía que aguantar
al déspota de su marido y quizás podría marcharse de aquel lugar. El fin del
silencio agobiante en las noches de penumbra con la única compañía de la foto
colgada de la pared de sus padres mientras oía
“Mi niña” en la voz de su padre, quizás estaba cerca. La última vez que
Jacinto subió al pueblo estuvo mucho rato hablando con ella, le dijo que por
todos esos tarros de crema de manos que estuvo comprando durante tantos años,
la casa fabricante le había regalado a él, un fin de semana pagado en un gran
hotel, de esos que hay un hombre uniformado en la puerta y que había decidido regalárselo
a ella. También le dijo que a la vuelta tenían que hablar de ellos pues ambos
estaban solos, eran mayores y podrían juntar sus vidas. Irían a ver a D.
Nicanor para venderles las tierras, recogerían sus pocas pertenencias y se
marcharían a vivir a la capital. Seria la segunda vez que le pedía ir a la ciudad pues hacía unos meses fueron
los dos acompañados de D. Cipriano el cura para ver al médico. Eran
las once de la mañana, la hora en que Jacinto había quedado en subir a por
ella. Peregrina vestida con sus mejores galas se frotaba las manos con su crema
preferida mientras esperaba a la puerta de su caserón.
-
Lolo no te
manches ahora que estás limpio que a donde vamos solo van los perros de las
señoras ricas y educadas, no hables con ninguno de ellos no vaya a ser que
descubran que eres un perro de pueblo.
A
lo lejos el brillo metálico de un coche
que no era la furgoneta de
Jacinto la deslumbro. El coche al poco se detuvo frente a ella.
-
“Buenos días Peregrina”
¿Preparada para viajar? Le saludó D.
Cipriano.
-
¿Quién es el
que conduce? ¡Este coche no es el tuyo! – Preguntó ella.
-
“Es del Hotel
que vienen a recogerte”. El chófer cargó la
maleta de Peregrina en el maletero.
- ¿Y con el perro
que hacemos? –dijo el hombre.
-
– El perro se
viene Jacinto – dijo ella.
-
Pero Peregrina en esos hoteles de lujo no
permiten animales, mira ¿ si quieres se lo queda D. Cipriano en la parroquia
hasta que vuelvas?
-
– Ni hablar Lolo se viene conmigo ya he
hablado con él y le he dicho que se porte bien.
-
– Déjelo
Jacinto que se lo lleve y cuando lleguemos allí, ya veremos que hacemos con el animal,
se me parte el alma. Pobre mujer la
conozco desde hace años y tener que engañarla de esta manera. – Dijo el cura en
voz baja.
---
Lo sé D. Cipriano pero acuérdese de lo que dijo el médico, que cuanto más tiempo estuviera
sola, más peligro corre de que le suceda
algo malo y de lo que nos estaríamos arrepintiendo siempre. Allí estará bien
atendida gracias a sus contactos padre.
-
Sres. Nos vamos
que nos quedan tres horas de camino y tenemos que llegar a la residencia antes
de las cinco de la tarde. Dijo el chófer.
-
¡ Residencia
no, hombre ¡ Hotel de la Reina , se llama ¡.
Al
oír ese nombre Peregrina apoyó su cabeza en el respaldo y cerró sus ojos mientras inspiraba el aroma de sus manos impregnadas de crema y escuchó claramente como su padre decía " Mi niña". Ya no hacía falta ni siquiera llegar a ese hotel de lujo. Por fin salía del pueblo como él había deseado siempre.
F I N
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