Benigno se acostumbró pronto a la dura vida
rural. Había nacido una tarde brumosa de octubre en Bergantinos, donde la
muerte da nombre a una costa. Su padre era marinero, pero no un marinero cualquiera,
pescaba ballenas cuando en aquel lugar a las ballenas les gustaba protegerse
del bravo mar frente a los altos acantilados. Nicanor, que así se llamaba su
padre, era un duro hombre de manos recias, cara de pocos amigos, el alma helada
por los crudos inviernos en la mar y un olor a rancio producido por la grasa
de ballena y que aunque se aseara jamás
se le iba del cuerpo. Benigno se crió correteando por el pueblo, ayudando a su
madre a pelar patatas, a golpear los pulpos para que se ablandaran y colegio,
pero poco.
Como no podía ser de otra manera, el primer
trabajo que tuvo Benigno fue el de pescador, porque en aquel húmedo lugar no se
podía ser otra cosa que no fuera marinero. Fue su primer oficio pero no el
último, aunque él no ponía en duda que sería eso, un marinero como su padre. De
allí no se salía con frecuencia a no ser que fuera por la mar. Lo más lejos que
llegó por tierra firme fue a Finisterre con su madre, de pequeño, a que le
viera un médico al que jamás volvió, porque se curó o porque no había más
dinero para volver, nunca lo supo.
Su infancia y su juventud transcurrieron como
la de todos los de su edad en aquellos duros años, aprendiendo la vida a través
de sus sentidos. Oliendo el mar, a la cocina de su madre, a la lluvia, viendo
desde su casa los rostros cansados de los marineros cuando llegaban a puerto
bajo la lluvia, sintiendo el calor del fuego por la noche en la cara mientras
miraba las llamas dibujando extrañas caras, escuchando las olas romper contra
las rocas en las noches de galerna o sintiendo la explosión de vida en su
cuerpo al tocar por primera vez la piel de aquella mocita que tuvo entre sus
brazos.
La observación consistía en el método más
infalible, barato y además el único para hacerse mentalmente adulto; eso y el
descubrir por uno mismo las cosas.
Pronto entabló relaciones con Bernarda, hija
de Severino, el del orujo. Las tardes de los domingos las pasaba en la bodega
de su futuro suegro mientras se destilaba el vino y fuera llovía y llovía, como
siempre. Los dos jóvenes entrelazaban sus manos y miradas a la espera de que
Severino se ausentase y entonces poder reforzarse en la oscura bodega. Al
volver el padre de la joven y verlos con la cara enrojecida, les decía:
–¿Y esos colores de cara...?
–Nos hemos puesto muy cerca del alambique para
ver si caía la gota, señor Severino –contestaba Benigno.
Y Severino reía.
Su barca, su mujer y el hijo que nunca
tuvieron fueron los despertares de Benigno cada día. Con los años la vida lo convirtió
en un hombre hermético, taciturno y sobre todo en un lobo herido de tanto
arrodillarse ante un destino adverso.Un sábado de agosto regresaba con una buena
captura de atunes en la bodega. Estaba deseando llegar a puerto y ver a su
mujer en el muelle esperándolo como siempre para decirle que la temporada era
buena. Cuando acababa de girar la bocana, algo le extrañó. Salió de la cabina y
volvió a mirar detenidamente, situándose a proa de la barca.
En la playa había muchas mujeres, hasta ahí
todo era normal salvo que nunca solían estar ahí. Atracó y amarró la barca. Las
mujeres hablaban entre ellas, pero Benigno no alcanzaba a oírlas. Una vez puso pie
en tierra, un grupo de esas mujeres del pueblo se encaminaron hacia él.
– ¿Qué sucede? ¿Dónde está mi mujer? –les
preguntó Benigno mientras seguía buscando, entre el grupo, a la buena de
Bernarda.
Nunca más salió a pescar. La barca quedó varada
en el mismo lugar de la playa donde la abandonó aquella tarde. Desde aquel día
odió el mar porque le privó de poder despedirse de su mujer antes de que ésta
muriese.
La humedad del lugar le helaba el alma. La
bruma le cegaba los ojos. Benigno se transformó. Algo en su mente y en su alma
cambió su forma de ser. Su rostro se volvió entre ido e inquietante. Sentía
odio por todo. Abrió una taberna justo en lo alto del pueblo. Desde allí se
divisaba la costa como en ningún otro sitio del pueblo y cada día observaba cómo
se desintegraba la barca varada en la playa.
El pueblo fue creciendo no gracias a la pesca
sino al turismo. Se construyeron casas de veraneo y así, sin darse cuenta, la
taberna de Benigno ganó nueva clientela. Tenía buena mano para los fogones, fruto
de aquellas largas tardes junto a su madre, pelando patatas frente al hornillo
de carbón.
Nos deleitaba, día sí y otro también, con
suculentas empanadas gallegas rellenas de bonito, huevo cocido y aceitunas, reconfortantes
caldos gallegos cocinados a fuego lento donde dejaban toda su alma y esencia
inigualables trozos de falda y jarrete de ternera, costillas, tocinos de cerdo
entreverado, patatas rotas, habas blancas como la nieve, un manojo de tiernos grelos y por último un trozo
de unto con sal gorda extendido como si fuera una hogaza de pan, para dejarlo
enranciarse un poco antes de añadirlo a tan rotundo líquido.
De segundos nos ofrecía deliciosos pulpos a Feira y
magistrales filetes de raya en salsa verde que hacía que viéramos de manera
distinta todo lo que podíamos ver allí.Al poco de abrir la taberna trajo de León un
enorme tonel de roble americano con
seiscientos cuarenta litros de vino de la Ribera Sacra , que
colocó en el fondo del local. Allí enrojecíamos todos sentados con unas jarras
de vino mientras reíamos de cualquier cosa, tuviera o no gracia. Una tarde de
tormenta, cuando dábamos buena cuenta de unos embelesos de pan con orujo,
Benigno entró en la taberna sonriente de oreja a oreja, dibujando un rictus extraño
en su cara por el tiempo que hacía que sus músculos faciales no se estiraban.
Detrás de él apareció una mujer de buena planta, yo diría que demasiada. Él la
tomo de la mano y se la trajo hasta donde estábamos sentados.
–Os presento a Gladys, es mi novia.
Aquello y no el orujo nos dejó boquiabiertos.
Estaba en su derecho, como era obvio, pero
algo fallaba en aquel noviazgo, no hacían buena pareja o, más bien, no estaba
compensada. Joven, de unos cuarenta años y con un cuerpo ya maduro pero que
todavía llamaba a la puerta del deseo, se nos antojaba demasiada mujer para ese
hombre. No nos enteramos cómo llegó a conocerla. Sólo supimos que era
extranjera y estaba sola en España. A Benigno se le veía feliz y eso nos
bastaba porque además desde que empezó la relación, las raciones fueron más
abundantes, con lo cual dimos por zanjado el tema. También disfrutábamos de la
simpatía de Gladys atendiendo las mesas y de sus generosos escotes mientras nos
provocaba con frases atrevidas e inclinaciones de busto cuando limpiaba los
manteles.
Un buen día Gladys apareció cogida del brazo, del
brazo de otro hombre. Benigno estaba detrás de la barra secando unos vasos y
nosotros, sentados a una de las mesas delante del bocoy de vino. El silencio
que se hizo fue roto por las carcajadas de ella al entrar. Nos lo presentó como
un primo suyo que acababa de llegar de su país. El primo de Gladys, o lo que
fuera, tenía un aspecto de chulo de putas que no podía esconderlo ni con una
manta, y todos nos dimos cuenta a la primera. Todos. También nos dimos cuenta
en ese momento de quién era Gladys y cuál era el objetivo de su noviazgo con
Benigno.
Ya nada fue igual. Poco a poco la situación
fue haciéndose insostenible para nuestro pobre amigo y las raciones volvieron a
disminuir. A su rostro regresó la bruma, a su alma el frío y quizás algo más
tenebroso a su mente. La mujer cada día se adueñaba más de la taberna y su
primo hacía ostensible con ella actos de cariño nada compatibles con su
parentesco. Benigno estaba taciturno, como ausente, y de vez en cuando, al caer
la noche, salía de la taberna y se alejaba hasta el borde del camino para
sentarse allí y mirar la mar y los desgastados maderos de barcas esparcidos por
la arena, y creo, que a pensar en su pobre Bernarda. Volvía con una mirada tan profunda
como el océano que nos daba el mismo miedo. Entonces nos decía:
– ¡Venga beber vino, que tengo que rellenarlo
con otro mejor!
Así pasaron unos meses hasta que un día no
amaneció en Bergantinos. Una tremenda tormenta descargó su furia durante tres
días. Se inundaron las callejuelas, el estruendo de los rayos y truenos y el
oleaje no dejaba oír ni las voces en la calle. El mar arremetió con tanta
fuerza que se llevó la playa y la barca de Benigno hacia las profundidades del
mar. Cuando al cuarto día amainó el temporal, la taberna no abrió.
Todos los del pueblo se preguntaban dónde
estaría su dueño, su novia y su primo. La casa de Benigno también estaba
cerrada y no respondía nadie a nuestras llamadas.
A eso de las nueve de la noche se encendieron
las luces de la taberna en lo alto del pueblo. Se divisaban de manera tenue por
la lluvia y se asemejaban a un faro abandonado. Nos llamó la atención y algunos
subimos a echar un vistazo.
Al llegar allí, algo había en el ambiente que
lo hacía inquietante. Nos acercamos a la ventana y tratamos de ver quién había
dentro. En ese instante una voz a nuestras espaldas hizo saltar el corazón de
nuestros pechos como golpeados desde dentro.
–Pasad, ¿qué estáis mirando?
Benigno no daba miedo, daba terror.
Desaliñado, sin afeitar, sucio, con la mirada perdida, nos ofreció entrar.
– ¿Tenéis prisa?
Le contestamos que estábamos todos preocupados
por él.
–Tenía cosas que hacer. Quedaos, os invito a
tomar algo.
Como si no hubiera pasado nada, nos preparó
una mesa junto al bocoy y se metió en la cocina. Allí los cuatros amigos que
éramos no dijimos nada, sólo mirábamos el lugar como si fuese la primera vez
que entrábamos. La taberna estaba en penumbra, sólo estaban encendidas la
lámpara del techo y unas velas en la mesa. Fuera estalló un rayo junto al
camino que descerrajó un viejo roble y nuestras gargantas por el grito que
dimos al unísono los cuatro. La lluvia arreció. Algo hacía sentirnos incómodos
y no sabíamos qué era, como si eso estuviera allí y no lo pudiéramos ver.
–¿Habéis oído? –dijo Isidro.
– ¿Qué? –contestamos los tres a la vez dando
un salto en la silla.
–Eso, ¿no lo oís? Son como unos golpes muy
débiles –agregó Isidro.
Nos quedamos más en silencio aún afinando el
oído, pero no escuchamos nada por el ruido de la lluvia.
–Vienen de ahí –dijo Adolfo señalando el fondo
del local, donde estaba el tonel.
Nos acercamos a la enorme cuba de vino
restregando las suelas de los zapatos sobre el serrín y en fila india empujando
al que iba delante. Cuando estábamos a punto de arrimar las orejas a la madera,
nuestros corazones volvieron a salirse del pecho.
– ¡Sentaos! ¿Qué hacéis, coño, qué hacéis ahí?
Os voy a dar vino ahora mismo, lo han traído de una bodega de Valladolid, os
gustará –bramó Benigno con una bandeja en la mano y perforándonos con la
mirada. Ninguno de nosotros se atrevió a decirle nada y menos a contradecirle, salvo
Genaro, que osó preguntarle por Gladys y su primo.
Benigno se nos quedó mirando fijamente. Debieron
pasar segundos pero a nosotros nos pareció una eternidad hasta que nos contestó.
–Han tenido que salir de viaje urgente a su
país.
Sin más dilación nos ofreció unas exquisitas
zamburiñas a la plancha acompañadas de ajillo, jamón serrano picado, cebolla
caramelizada bañadas con vino del bocoy, limón, pimienta y pasadas por el horno
ligeramente.
No sé si
fue debido a los nervios, pero nos las comimos como posesos, y si las
zamburiñas estaban deliciosas, el vino del bocoy, que nos servía Benigno, era
algo sublime.
–Benigno, ¿qué vino le has echado al bocoy?,
está buenísimo –le dijimos mientras saboreábamos jarra tras jarra.
–Me han dicho los de la bodega que es un vino
de color rojo oscuro, con mucho cuerpo y carnoso, pero yo no entiendo de eso –respondió
mirando el tonel mientras apretaba los puños.
En un arranque de valor le dije con la vista
nublada por el efecto del vino:
–Mira, tú eres mi amigo así que tengo que
decirte una cosa. Me alegro que se hayan ido porque esa mujer no te convenía,
Benigno, no te convenía. Tú eres un hombre que necesita una mujer como tu
difunta esposa, que te cuide, te quiera y sea como tú. Así que, si no vuelven
los dos, mejor, porque yo he visto cosas que no te puedo contar, Benigno, que
no te puedo contar...
Benigno, sin dejar de mirar el tonel, contestó:
–Nunca volverán.
Y así fue. Benigno desapareció para siempre y
nadie supo a dónde fue. Aquella noche se despidió de nosotros sin decírnoslo. Unos
dicen que lo vieron zarpar con una barca al amanecer pero nadie lo pudo
demostrar. Han pasado ya varios años y la taberna sigue allí arriba, sola y
cerrada, desintegrándose como la vieja barca. De vez en cuando subo a mirar por
las ventanas el viejo tonel y en las noches de niebla dicen que se oyen golpes
que salen de allí dentro, pero nadie se atreve a entrar para comprobarlo. También
se dice que la Santa
Compaña , cuando sale de ronda en las frías noches de
invierno, se detiene frente a la taberna y hace sonar sus campanillas
reclamando lo que es suyo. Quién sabe.
Rámon Pérez Aguilar
Relato premiado en el concurso de relatos y cine de ciencia ficción, fantasía y terror Cryptshow. Barcelona.
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