viernes, 14 de febrero de 2014

EL BOCOY



Benigno se acostumbró pronto a la dura vida rural. Había nacido una tarde brumosa de octubre en Bergantinos, donde la muerte da nombre a una costa. Su padre era marinero, pero no un marinero cualquiera, pescaba ballenas cuando en aquel lugar a las ballenas les gustaba protegerse del bravo mar frente a los altos acantilados. Nicanor, que así se llamaba su padre, era un duro hombre de manos recias, cara de pocos amigos, el alma helada por los crudos inviernos en la mar y un olor a rancio producido por la grasa de  ballena y que aunque se aseara jamás se le iba del cuerpo. Benigno se crió correteando por el pueblo, ayudando a su madre a pelar patatas, a golpear los pulpos para que se ablandaran y colegio, pero poco.


Como no podía ser de otra manera, el primer trabajo que tuvo Benigno fue el de pescador, porque en aquel húmedo lugar no se podía ser otra cosa que no fuera marinero. Fue su primer oficio pero no el último, aunque él no ponía en duda que sería eso, un marinero como su padre. De allí no se salía con frecuencia a no ser que fuera por la mar. Lo más lejos que llegó por tierra firme fue a Finisterre con su madre, de pequeño, a que le viera un médico al que jamás volvió, porque se curó o porque no había más dinero para volver, nunca lo supo.                                                             
Su infancia y su juventud transcurrieron como la de todos los de su edad en aquellos duros años, aprendiendo la vida a través de sus sentidos. Oliendo el mar, a la cocina de su madre, a la lluvia, viendo desde su casa los rostros cansados de los marineros cuando llegaban a puerto bajo la lluvia, sintiendo el calor del fuego por la noche en la cara mientras miraba las llamas dibujando extrañas caras, escuchando las olas romper contra las rocas en las noches de galerna o sintiendo la explosión de vida en su cuerpo al tocar por primera vez la piel de aquella mocita que tuvo entre sus brazos.
La observación consistía en el método más infalible, barato y además el único para hacerse mentalmente adulto; eso y el descubrir por uno mismo las cosas.
Pronto entabló relaciones con Bernarda, hija de Severino, el del orujo. Las tardes de los domingos las pasaba en la bodega de su futuro suegro mientras se destilaba el vino y fuera llovía y llovía, como siempre. Los dos jóvenes entrelazaban sus manos y miradas a la espera de que Severino se ausentase y entonces poder reforzarse en la oscura bodega. Al volver el padre de la joven y verlos con la cara enrojecida, les decía:  
–¿Y esos colores de cara...?
–Nos hemos puesto muy cerca del alambique para ver si caía la gota, señor Severino –contestaba Benigno.
Y Severino reía.                                                                                          
Su barca, su mujer y el hijo que nunca tuvieron fueron los despertares de Benigno cada día. Con los años la vida lo convirtió en un hombre hermético, taciturno y sobre todo en un lobo herido de tanto arrodillarse ante un destino adverso.Un sábado de agosto regresaba con una buena captura de atunes en la bodega. Estaba deseando llegar a puerto y ver a su mujer en el muelle esperándolo como siempre para decirle que la temporada era buena. Cuando acababa de girar la bocana, algo le extrañó. Salió de la cabina y volvió a mirar detenidamente, situándose a proa de la barca.
En la playa había muchas mujeres, hasta ahí todo era normal salvo que nunca solían estar ahí. Atracó y amarró la barca. Las mujeres hablaban entre ellas, pero Benigno no alcanzaba a oírlas. Una vez puso pie en tierra, un grupo de esas mujeres del pueblo se encaminaron hacia  él.
– ¿Qué sucede? ¿Dónde está mi mujer? –les preguntó Benigno mientras seguía buscando, entre el grupo, a la buena de Bernarda.
Nunca más salió a pescar. La barca quedó varada en el mismo lugar de la playa donde la abandonó aquella tarde. Desde aquel día odió el mar porque le privó de poder despedirse de su mujer antes de que ésta muriese.
La humedad del lugar le helaba el alma. La bruma le cegaba los ojos. Benigno se transformó. Algo en su mente y en su alma cambió su forma de ser. Su rostro se volvió entre ido e inquietante. Sentía odio por todo. Abrió una taberna justo en lo alto del pueblo. Desde allí se divisaba la costa como en ningún otro sitio del pueblo y cada día observaba cómo se desintegraba la barca varada en la playa. 
El pueblo fue creciendo no gracias a la pesca sino al turismo. Se construyeron casas de veraneo y así, sin darse cuenta, la taberna de Benigno ganó nueva clientela. Tenía buena mano para los fogones, fruto de aquellas largas tardes junto a su madre, pelando patatas frente al hornillo de carbón.
Nos deleitaba, día sí y otro también, con suculentas empanadas gallegas rellenas de bonito, huevo cocido y aceitunas, reconfortantes caldos gallegos cocinados a fuego lento donde dejaban toda su alma y esencia inigualables trozos de falda y jarrete de ternera, costillas, tocinos de cerdo entreverado, patatas rotas, habas blancas como la nieve, un manojo de tiernos grelos y por último un trozo de unto con sal gorda extendido como si fuera una hogaza de pan, para dejarlo enranciarse un poco antes de añadirlo a tan rotundo líquido.
De segundos nos ofrecía deliciosos pulpos a Feira y magistrales filetes de raya en salsa verde que hacía que viéramos de manera distinta todo lo que podíamos ver allí.Al poco de abrir la taberna trajo de León un enorme tonel de roble americano con  seiscientos cuarenta litros de vino de la Ribera Sacra, que colocó en el fondo del local. Allí enrojecíamos todos sentados con unas jarras de vino mientras reíamos de cualquier cosa, tuviera o no gracia. Una tarde de tormenta, cuando dábamos buena cuenta de unos embelesos de pan con orujo, Benigno entró en la taberna sonriente de oreja a oreja, dibujando un rictus extraño en su cara por el tiempo que hacía que sus músculos faciales no se estiraban. Detrás de él apareció una mujer de buena planta, yo diría que demasiada. Él la tomo de la mano y se la trajo hasta donde estábamos sentados.
–Os presento a Gladys, es mi novia.
Aquello y no el orujo nos dejó boquiabiertos.
Estaba en su derecho, como era obvio, pero algo fallaba en aquel noviazgo, no hacían buena pareja o, más bien, no estaba compensada. Joven, de unos cuarenta años y con un cuerpo ya maduro pero que todavía llamaba a la puerta del deseo, se nos antojaba demasiada mujer para ese hombre. No nos enteramos cómo llegó a conocerla. Sólo supimos que era extranjera y estaba sola en España. A Benigno se le veía feliz y eso nos bastaba porque además desde que empezó la relación, las raciones fueron más abundantes, con lo cual dimos por zanjado el tema. También disfrutábamos de la simpatía de Gladys atendiendo las mesas y de sus generosos escotes mientras nos provocaba con frases atrevidas e inclinaciones de busto cuando limpiaba los manteles.                                                          
Un buen día Gladys apareció cogida del brazo, del brazo de otro hombre. Benigno estaba detrás de la barra secando unos vasos y nosotros, sentados a una de las mesas delante del bocoy de vino. El silencio que se hizo fue roto por las carcajadas de ella al entrar. Nos lo presentó como un primo suyo que acababa de llegar de su país. El primo de Gladys, o lo que fuera, tenía un aspecto de chulo de putas que no podía esconderlo ni con una manta, y todos nos dimos cuenta a la primera. Todos. También nos dimos cuenta en ese momento de quién era Gladys y cuál era el objetivo de su noviazgo con Benigno.
Ya nada fue igual. Poco a poco la situación fue haciéndose insostenible para nuestro pobre amigo y las raciones volvieron a disminuir. A su rostro regresó la bruma, a su alma el frío y quizás algo más tenebroso a su mente. La mujer cada día se adueñaba más de la taberna y su primo hacía ostensible con ella actos de cariño nada compatibles con su parentesco. Benigno estaba taciturno, como ausente, y de vez en cuando, al caer la noche, salía de la taberna y se alejaba hasta el borde del camino para sentarse allí y mirar la mar y los desgastados maderos de barcas esparcidos por la arena, y creo, que a pensar en su pobre Bernarda. Volvía con una mirada tan profunda como el océano que nos daba el mismo miedo. Entonces nos decía:
– ¡Venga beber vino, que tengo que rellenarlo con otro mejor!
Así pasaron unos meses hasta que un día no amaneció en Bergantinos. Una tremenda tormenta descargó su furia durante tres días. Se inundaron las callejuelas, el estruendo de los rayos y truenos y el oleaje no dejaba oír ni las voces en la calle. El mar arremetió con tanta fuerza que se llevó la playa y la barca de Benigno hacia las profundidades del mar. Cuando al cuarto día amainó el temporal, la taberna no abrió.
Todos los del pueblo se preguntaban dónde estaría su dueño, su novia y su primo. La casa de Benigno también estaba cerrada y no respondía nadie a nuestras llamadas.
A eso de las nueve de la noche se encendieron las luces de la taberna en lo alto del pueblo. Se divisaban de manera tenue por la lluvia y se asemejaban a un faro abandonado. Nos llamó la atención y algunos subimos a echar un vistazo.
Al llegar allí, algo había en el ambiente que lo hacía inquietante. Nos acercamos a la ventana y tratamos de ver quién había dentro. En ese instante una voz a nuestras espaldas hizo saltar el corazón de nuestros pechos como golpeados desde dentro.
–Pasad, ¿qué estáis mirando? 
Benigno no daba miedo, daba terror. Desaliñado, sin afeitar, sucio, con la mirada perdida,  nos ofreció entrar.
– ¿Tenéis prisa?
Le contestamos que estábamos todos preocupados por él.
–Tenía cosas que hacer. Quedaos, os invito a tomar algo.
Como si no hubiera pasado nada, nos preparó una mesa junto al bocoy y se metió en la cocina. Allí los cuatros amigos que éramos no dijimos nada, sólo mirábamos el lugar como si fuese la primera vez que entrábamos. La taberna estaba en penumbra, sólo estaban encendidas la lámpara del techo y unas velas en la mesa. Fuera estalló un rayo junto al camino que descerrajó un viejo roble y nuestras gargantas por el grito que dimos al unísono los cuatro. La lluvia arreció. Algo hacía sentirnos incómodos y no sabíamos qué era, como si eso estuviera allí y no lo pudiéramos ver.
–¿Habéis oído? –dijo Isidro.
– ¿Qué? –contestamos los tres a la vez dando un salto en la silla.
–Eso, ¿no lo oís? Son como unos golpes muy débiles –agregó Isidro.
Nos quedamos más en silencio aún afinando el oído, pero no escuchamos nada por el ruido de la lluvia.
–Vienen de ahí –dijo Adolfo señalando el fondo del local, donde estaba el tonel.
Nos acercamos a la enorme cuba de vino restregando las suelas de los zapatos sobre el serrín y en fila india empujando al que iba delante. Cuando estábamos a punto de arrimar las orejas a la madera, nuestros corazones volvieron a salirse del pecho.
– ¡Sentaos! ¿Qué hacéis, coño, qué hacéis ahí? Os voy a dar vino ahora mismo, lo han traído de una bodega de Valladolid, os gustará –bramó Benigno con una bandeja en la mano y perforándonos con la mirada. Ninguno de nosotros se atrevió a decirle nada y menos a contradecirle, salvo Genaro, que osó preguntarle por Gladys y su primo.
Benigno se nos quedó mirando fijamente. Debieron pasar segundos pero a nosotros nos pareció una eternidad hasta que nos contestó.
–Han tenido que salir de viaje urgente a su país.
Sin más dilación nos ofreció unas exquisitas zamburiñas a la plancha acompañadas de ajillo, jamón serrano picado, cebolla caramelizada bañadas con vino del bocoy, limón, pimienta y pasadas por el horno ligeramente.
No sé si  fue debido a los nervios, pero nos las comimos como posesos, y si las zamburiñas estaban deliciosas, el vino del bocoy, que nos servía Benigno, era algo sublime.                                                                  
–Benigno, ¿qué vino le has echado al bocoy?, está buenísimo –le dijimos mientras saboreábamos jarra tras jarra.
–Me han dicho los de la bodega que es un vino de color rojo oscuro, con mucho cuerpo y carnoso, pero yo no entiendo de eso –respondió mirando el tonel mientras apretaba los puños.
En un arranque de valor le dije con la vista nublada por el efecto del vino:
–Mira, tú eres mi amigo así que tengo que decirte una cosa. Me alegro que se hayan ido porque esa mujer no te convenía, Benigno, no te convenía. Tú eres un hombre que necesita una mujer como tu difunta esposa, que te cuide, te quiera y sea como tú. Así que, si no vuelven los dos, mejor, porque yo he visto cosas que no te puedo contar, Benigno, que no te puedo contar...
Benigno, sin dejar de mirar el tonel, contestó:
–Nunca volverán.                              

Y así fue. Benigno desapareció para siempre y nadie supo a dónde fue. Aquella noche se despidió de nosotros sin decírnoslo. Unos dicen que lo vieron zarpar con una barca al amanecer pero nadie lo pudo demostrar. Han pasado ya varios años y la taberna sigue allí arriba, sola y cerrada, desintegrándose como la vieja barca. De vez en cuando subo a mirar por las ventanas el viejo tonel y en las noches de niebla dicen que se oyen golpes que salen de allí dentro, pero nadie se atreve a entrar para comprobarlo. También se dice que la Santa Compaña, cuando sale de ronda en las frías noches de invierno, se detiene frente a la taberna y hace sonar sus campanillas reclamando lo que es suyo. Quién sabe.

Rámon Pérez Aguilar

Relato premiado en el concurso de relatos y cine de ciencia ficción, fantasía y terror Cryptshow. Barcelona. 


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