domingo, 23 de febrero de 2014

MERMELADA

                                                                   


      En La Puebla, siempre, cada invierno, hacía mucho frío, un frío duro y seco como era normal en aquel lugar; el clima y la vida también. La humedad se podía oler y verse reflejada en cada uno de sus rincones, en las callejuelas, en los campos con sus retorcidos árboles como si estuvieran cobijándose del viento, en las viejas casas de piedra del pueblo y en sus hielos colgando de sus fachadas en las gélidas mañanas del invierno. Casi se podía, incluso, escuchar el frío. Cuando entrabas en casa y te acercabas al fuego del hogar, las gafas se te empañaban por el cambio brusco de temperatura. No había nada que se le pudiera comparar a excepción de una y que provenía de la misma fuente de creación: el calor.


En los meses de verano el tiempo se transformaba como el Dr. Yekyll en Mr. Hyde. Aquellos campos congelados y desolados se volvían verdaderas planchas ardientes donde respirar era tan agobiante como bajo el agua. Los árboles, plegados sobre sí mismos en invierno, ahora extendían sus ramas todo lo que les era posible para ventilar a sus asfixiadas hojas por donde intentaban respirar.
Las casas se adormecían en la calma que produce el calor y daban cobijo, esta vez como fresca nevera, a las moscas en los portales. El calor te secaba la boca, te incendiaba la garganta y turbaba la cabeza. Ahora las gafas se te empañaban al salir a la calle después de la protección que daban los gruesos muros de piedra por el contraste de temperatura. Así era en La Puebla, lugar habitado por recios y resistentes lugareños, faltos de todo en aquellos años y a expensas de la misma fuente de creación que los atería de frío en invierno y los asaba de calor en verano, pero que les daba de comer: la naturaleza.
Era una hermosa tarde de primavera. No hacía frío ni calor. El sol se posaba sobre el juvenil rostro, casi infantil, de Rosa, sentada en la plaza del pueblo junto a la fuente. Los pies de la niña no alcanzaban a tocar la tierra del suelo y se balanceaban hacia delante y hacia atrás mientras una mosca intentaba aterrizar sobre sus blancas zapatillas de lona. Las demás gentes del pueblo estaban en casa o trabajando el campo. Ella, sola allí, esperaba.
–Hola, Rosa, ¿qué haces?
Se giró al oír esa voz y vio aparecer por el borde de la fuente a su amiga acariciando con la mano el borde de la pila de agua.
–Hola, Adelaida, estoy esperando el autobús.
El único medio de conexión, que no fuera ir en carro, con el mundo exterior consistía en un viejo autobús Chrysler que en la aún reciente Guerra Civil había sido utilizado como ambulancia. Cada martes y viernes pasaba por aquel lugar camino a la capital. El viaje duraba unas dos horas y se compartía con lugareños de pueblos cercanos, animales y una infinidad de bultos atados con diversas cosas compradas en la ciudad o camino de ella para venderlas, si había suerte ese día.
–Mi padre me manda a la casa de los señores en la ciudad.
–¿Pero de vacaciones?
–No, para siempre.
Rosa era huérfana de madre desde que un terrible invierno en el pueblo acabó con las cosechas y varios vecinos, llevándoselos al más allá de alguna parte. Su padre trabajaba de casero para unos ricos señores terratenientes del término, se encargaba de las tierras y de mantener la mansión en orden para cada vez que llegaban los dueños a pasar unos días o a cazar por sus montes. Allí su padre, poco a poco, se fue dando cuenta de que un hombre solo no podía criar a una niña como Dios manda y le pidió al patrón que por favor la tomara como sirvienta en la casa de la capital. De esa manera tendría la posibilidad de abandonar aquel olvidado lugar. Adelaida se quedó sentada, en silencio y sin moverse, junto a Rosa, intentando transmitirle su cariño como en una especie de velatorio en vida. Su padre no quiso ir a despedirla, así se lo dejó entrever esa mañana cuando le dio un poco de dinero y todo lo que conservaba de su difunta esposa. Antes de cerrar su maleta, le introdujo la única foto que tenían de su madre.
–Toma, hija, quédatela. A tu madre le encantará, allí en el cielo, estar junto a ti. Así podrá ver cómo te haces una mujer y llegas a ser una gran dama.                                                  
Al partir el autobús rumbo a la capital, Rosa miró a su casa intuyendo que nunca más volvería a verla.

La ciudad entró en la vida de la niña y de la mujer después, de manera intensa. Fueron años de cambios en todos los aspectos de la sociedad porque siempre después de una guerra civil, así ocurre. La vida de Rosa no fue lo que había imaginado. Eran tiempos de penuria y pobreza, pero a la vez todo avanzaba. El progreso, lento pero inexorable, se manifestó en todo lo que la rodeaba. Ella lo recibió y lo acomodó en su interior como pudo, pero a través de los años fue descubriendo que una parte importante de su corazón, de su mente y sobre todo de sus sentimientos, ya estaban forjados en la vida que había llevado en el pueblo, en esas vivencias, en la manera de afrontar allí la vida y que le marcaría, como le suele pasar a la mayoría de personas que abandonan un pueblo, para el resto de su existencia.
Si las cosas venían duras y mal dadas, había que refugiarse en el tronco hasta que pasara el temporal. En cambio, otras veces era necesario abrir los brazos, respirar hondo y abrirse al destino. No era necesario gritar, bastaba con sentirse a gusto con uno mismo y sobre todo que los demás se sintieran igual contigo, como cuando su amiga Adelaida sin decir le hizo sentir su cariño y su amistad hasta que el autobús las separó. Esos sentimientos no se pueden oír ni ver, se transmiten por el alma.
Rosa entró a servir en casa de los señores de inmediato, primero ayudando en la limpieza de la casa, haciendo recados y en la cocina. Ahí descubrió que poseía habilidades innatas. No empezó de cero pues allá en el pueblo, desde la pérdida de su madre, ayudaba a su padre a preparar la comida. Poco a poco fue haciéndose cargo del cuidado de la vieja casa. En la ciudad aprendió recetas más variadas y complicadas que en el pueblo no se conocían, pero donde realmente daba la talla era en la preparación de los humildes platos de La Puebla donde la sencillez y simplicidad de sus ingredientes no eran óbice para que el resultado final fuera exquisito.
El paso del tiempo fue imprescindible para que le confiaran el correcto funcionamiento de la casa de los señores, todo pasaba por sus manos o por su cabeza. No tenía tiempo para divertirse, trabajaba y vivía en el mismo lugar. Tan sólo se permitía algún rato libre cuando iba y venía al mercado de La Cebada y disfrutaba mirando los escaparates de las tiendas de ropa, muebles, joyerías y perfumerías. En uno de esos trayectos del mercado a casa conoció a Luis María, el propietario de una vieja tienda de artículos religiosos en la calle Esparteros y poca cosa físicamente, pero con un corazón de santo como no podía ser de otra manera. Entablaron amistad y comenzaron a salir. No era cosa de dejar pasar el tiempo, pues él ya tenía cuarenta años, así que se casaron al año de conocerse.
Rosa, al contraer matrimonio, se trasladó a vivir a la casa de su esposo dejando la habitación que tenía en la de los señores. Su nuevo hogar en un pequeño piso en una corrala de Lavapiés donde el sol iluminaba las cuerdas de tender, los aromas de la cocina de Rosa inundaban el patio, la felicidad del matrimonio dio con el tiempo el fruto deseado, la pequeña Paloma.
La llegada de su hija y la dureza de aquellos años hicieron que Rosa decidiera un día que no quería pasar más penurias económicas.
–Luis María, tú sabes de sobra que cocino bien y que en casa de los señores les encanta como lo hago, por lo que he pensado que podría cocinar para más personas.
–¿Para más personas?
–Sí, vamos a abrir una casa de comidas.
–¿Un bar, nosotros, pero dónde?
Aunque en un principio el bueno de Luis María se negó en rotundo, al final la insistencia y el poder de convicción de Rosa –mujer sencilla pero con las dotes de persuasión perfectas, hablar lo justo mirando a los ojos, simpatía natural, ideas claras y ni un pelo de tonta, es decir, una mujer de negocios–, cedió a los deseos de su esposa y al cabo de pocos meses la tienda de artículos religiosos desapareció y dejó paso a la casa de comidas “La Paloma”.
Como por un milagro, el silencio, el olor a cera y las figuritas de santos y vírgenes fueron barridas por el bullicio de las mesas, el olor a los platos cocinados por Rosa y el sinfín de clientes cuyo número no cesaba de crecer a la puerta del local esperando una mesa libre. Así pasaron varios años y la vida le ofreció su mejor faceta a Rosa y su familia.
El negocio funcionaba de maravilla, tomaron empleados y cada día se llenaba de clientes que no sólo eran los trabajadores del barrio, sino que venían de toda la ciudad e incluso de fuera. Sobre sus mesas y frente a gente de dinero, banqueros, políticos, famosos y algún que otro vividor, se posaban espléndidos galianos manchegos con conejo, gallina y jamón, revitalizantes sopas de ajo con huevos de gallinas rojas, entre otras recetas, escoltados por celestiales pasteles de queso de Burgos.
Bajo las mesas y entre risas y desparpajo correteaba la pequeña Paloma. Le gustaba incordiar a su madre en la cocina pero también le encantaba trajinar con las cucharas y los alimentos. Su madre la dejaba hacer cosas sencillas, y lo primero que aprendió a preparar –de forma impecable, por cierto– fueron las deliciosas mermeladas que su madre hacía en el pueblo. Todo era perfecto. Allí estaban su marido, ella y la niña a su alrededor revoloteando mientras se convertía en una mujercita.
Pero algo en su vuelo se iba torcer con el tiempo.
El dinero que Rosa había visto en manos de otros ahora llegaba a las suyas. Se mudó a un gran piso en el centro de la ciudad, su marido la llevaba en un Dodge a pasear, su  hija estudiaba en un buen colegio y asistía a fiestas que organizaban sus amigos de familias de buena posición. Ahí comenzó todo.
Era época en la que los jóvenes tenían en sus manos el poder del cambio social, el descubrimiento de sensaciones nuevas que le hacían a uno sentirse distinto y libre, si se tenía dieciocho años sobre todo. Rebeldía, música, ir a contracorriente, anti-sistema y amor, mucho amor libre. Explosiva mezcla si además se agrega sexo, drogas y rock and roll pagados por mamá.
Su joven hija cambió su aspecto físico, se dejó el cabello largo y suelto, se ató una cinta en la frente, usaba ropa hippy, de su cuello colgaba un medallón con el símbolo de la paz, sus ojos comenzaron a enrojecerse, escuchaba una música nueva y asistía a manifestaciones callejeras que acababan a la carrera. Todo esto era su nuevo mundo. Un mundo alejado de sus padres.
–Luis María, cada día estoy más preocupada por la niña, esas amistades que tiene, esos hippies sucios,  no me gustan nada. Su ropa huele a eso que fuman, no quiere hablar conmigo nunca, no para un instante en casa y ya no viene al restaurante a comer. Y las notas cada día son peores, incluso me han llamado del colegio para decirme que casi no asiste a clase.
Un domingo una pareja de policías de paisano se presentó en “La Paloma” para decirles que su hija estaba en el hospital. La habían ingresado por intoxicación etílica y alguna otra sustancia. En lamentable estado físico fue entrando y saliendo en diversas clínicas para desintoxicarse, pero era un viaje de ida y vuelta constante.
Así pasaron dos años y a base de mucho esfuerzo de sus padres, Paloma parecía volver al buen camino. Ya era una mujer de veintiún años muy bella y con un cuerpo para mojar pan. Además parecía que la mala vida incluso le había dado un aire más interesante.
Un domingo de agosto de 1969, en casa de Rosa sonó el teléfono góndola rojo del recibidor cuando descansaba en el sofá de cuero repujado de su piso, frente al Parque del Retiro.
–¿Mamá? Hola, soy Paloma, te llamo para deciros que me voy de viaje a la granja de un amigo. Salimos hoy. Nos vamos a una fiesta donde va a haber un concierto con muchísima gente, vienen cantantes muy famosos.
–Pero Paloma, ¿dónde está esa granja?
–En Nueva York, la fiesta se llama Woodstock –y colgó.
Luces espirales, grandes viajes mirando a las estrellas, paz, amor y muchos hermanos de sentimientos como  Janis Joplin, Joan Baez, Santana, The Who, Joe Cocker y el gran Jimmi Hendrix pasaron por sus ojos y otras partes de su cuerpo en aquella fiesta. Papeles de fumar, botellas y jeringuillas, comunas, furgonetas Westfalia pintadas con flores, pósteres con el anagrama de la paz y protestas antiVietnam, fueron a partir de esa fiesta quienes ejercieron de padre, madre y nido de la pequeña Paloma.
Durante los siguientes diez años Rosa no supo nada más de su hija.
Su marido tampoco sabría jamás de su hija porque al conocer la noticia de su marcha y que no regresaba, un infarto atacó su vena aorta y cayó fulminado sobre las figuritas de San José que aún conservaba de su antigua tienda y que limpiaba en ese momento. Todo lo sucedido fue demasiado incluso para una mujer como Rosa. Cinco años después de la marcha de su hija y de la muerte de su esposo, no tuvo fuerzas para seguir con el negocio familiar que tanto le había costado levantar y lo vendió, junto a las demás casas y propiedades, incluido el Dodge plateado que fue adquiriendo con los años, por una buena suma de dinero y se marchó a su primera casa en la vieja corrala de Lavapiés.
No la abandonaron los admiradores de su arte culinario y, sobre todo, de su bondad y carácter. La visitaban con frecuencia en su casa para saber cómo se encontraba. Un día y otro también aparecían por allí tanto un gran banquero como un político de primer orden, un gran médico o simplemente un albañil amigo de toda la vida.
Con ellos compartía conejo con alcaparras, perdices escabechadas o sublimes buñuelos de merluza que hacían saltar lágrimas de emoción, agradecida por su cariño. A los postres, sentados ante la mesa camilla al calor del brasero, les agasajaba con pringadillos de canela y aguardiente o con celestiales tortas de chicharrones acompañadas de una copita de anís dulce, como era ella. Todo sucedía con la más absoluta sencillez y discreción, en casa, con mantel de cuadros, jarra de agua y geranios en el balcón.
De esta manera intentaba olvidar la pena que la corroía y a la vez les devolvía lo que les debía, pues gracias a ellos sus antiguos clientes le dieron la oportunidad de prosperar en la vida durante todos los años que estuvo abierta “La Paloma”.
El tiempo pasaba y fue así como en su casa, al amparo de la sencillez y del brasero, se siguieron fraguando grandes operaciones financieras, campañas y decisiones políticas de orden nacional o simplemente se discutía si el penalti fue o no fue justo. Rosa, con el dinero ahorrado, se dedicó a ayudar a muchísima gente además de conseguir favores para otros en esas comidas, pues como decía  ella, ¿ahora para qué lo quiero?                                                 
 Al atardecer de un día de otoño, cuando en la esquina la castañera con su delantal blanco calentaba las manos de los que pasaban por allí, sonó el timbre de su casa.
–Doña Rosa, le traigo un paquete.
A los diez años de la marcha de su hija, el cartero trajo noticias de Estados Unidos. Rosa se sentó en el sofá de siempre donde Paloma, de pequeña, saltaba para demostrar lo alta que era. Al abrirlo se encontró un frasco de cristal y una carta de Paloma.
Era un tarro de mermelada de naranja, la misma que Rosa le enseñó a elaborar en la cocina del restaurante. La etiqueta estaba en inglés y no la entendió, pero en el centro había una foto de Paloma con una niña pequeña sentadas en un campo florido, rodeadas de árboles frutales. Eran Paloma y su hijita, la desconocida nieta de Rosa.
En la carta que acompañaba al frasco de mermelada, Paloma le decía a su madre que estaba bien, que sabía que con su desaparición les hizo mucho daño y que tampoco su silencio de tantos años estuvo bien, pero que en aquel momento tuvo que hacerlo, deseaba ver cosas nuevas, abrir las ramas al destino y respirar.
Su vida había cambiado, por fin, hacia un destino mejor. Abandonó las drogas, la mala vida y tuvo una niña de soltera que se llamaba Jenny.
Al nacer se fueron a vivir a una pequeña granja donde empezó a cultivar árboles frutales y a hacer aquellas mermeladas que le había enseñado su madre en la casa de comidas. Poco a poco fue teniendo éxito hasta convertirse en la propietaria de una gran empresa de conservas. La vida le dio una segunda oportunidad, era otra persona, feliz y con una existencia como su madre siempre había querido para ella. Se casó con un abogado mayor que ella que se convirtió en un político muy poderoso, tanto que lo que él decía cambiaba el destino de muchas personas. La respetaba mucho y quería a la pequeña Jenny como su fuese suya. También le decía en la carta que pronto irían a verla, se lo prometía, y que Jenny sabía que tenía unos abuelos maravillosos. Cuando fueran a verla, también irían al pueblo de su infancia. Paloma no sabía que su padre había muerto hacía años por su culpa.
En el salón del piso de la corrala Rosa se reclinó sobre el sofá de cuero repujado, junto al brasero, que conservaba de su gran casa. Apoyó su cabeza en el respaldo y el viejo gato que vivía con ella saltó a su regazo. Rosa esbozó una sonrisa y cerró plácidamente los ojos. Parecía feliz y relajada. De repente, algo sucedió dentro de ella imposible de cambiar. Su mano cayó del apoyabrazos y se quedó colgando con los dedos abiertos e inertes.
El gato la miró fijamente y saltó de ella al suelo sabiendo qué era lo que acababa de suceder. De entre los dedos de Rosa la carta se deslizó y fue planeando en círculos hasta caer encima del brasero.
Mesa, mantel a cuadros, cortinas, geranios y vigas de madera se transformaron en un instante en una rabiosa bola de fuego. La corrala de Lavapiés se convirtió en una espiral luminosa que ascendió hasta los cielos aupando a Rosa hacia él.
Ella no tendría calor porque sabía muy bien qué hacer en esas circunstancias. Como hacían los árboles en verano en La Puebla, abriría sus brazos para refrescarse. Cuando sintiese el fresco aire del cielo, se cobijaría sobre sí misma.
Ocho horas tardaron los bomberos en extinguir el fuego. Nada quedó de la corrala excepto escombros y ceniza humeante. Pero algo quedó en aquel lugar. Dicen los que por allí pasean que entre el olor de la madera quemada a veces se mezcla el de toledano con tomate, cebolla y pimientos, o en las tardes de otoño, el de migas de pastor con chorizo y tocino entreverado, y que cuando sopla el viento de Ábrego, después de pasar por La Puebla, se percibe claramente el aroma de un inigualable arroz con leche, su trocito de corteza de limón y su ramita de canela encima.                                                               


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