En La Puebla , siempre, cada invierno, hacía mucho frío,
un frío duro y seco como era normal en aquel lugar; el clima y la vida también.
La humedad se podía oler y verse reflejada en cada uno de sus rincones, en las
callejuelas, en los campos con sus retorcidos árboles como si estuvieran
cobijándose del viento, en las viejas casas de piedra del pueblo y en sus hielos
colgando de sus fachadas en las gélidas mañanas del invierno. Casi se podía,
incluso, escuchar el frío. Cuando entrabas en casa y te acercabas al fuego del
hogar, las gafas se te empañaban por el cambio brusco de temperatura. No había
nada que se le pudiera comparar a excepción de una y que provenía de la misma
fuente de creación: el calor.
En los meses de verano el tiempo se transformaba como el Dr. Yekyll en
Mr. Hyde. Aquellos campos congelados y desolados se volvían verdaderas planchas
ardientes donde respirar era tan agobiante como bajo el agua. Los árboles,
plegados sobre sí mismos en invierno, ahora extendían sus ramas todo lo que les
era posible para ventilar a sus asfixiadas hojas por donde intentaban respirar.
Las casas se adormecían en la calma que produce el calor y daban cobijo,
esta vez como fresca nevera, a las moscas en los portales. El calor te secaba
la boca, te incendiaba la garganta y turbaba la cabeza. Ahora las gafas se te
empañaban al salir a la calle después de la protección que daban los gruesos
muros de piedra por el contraste de temperatura. Así era en La Puebla , lugar habitado por
recios y resistentes lugareños, faltos de todo en aquellos años y a expensas de
la misma fuente de creación que los atería de frío en invierno y los asaba de
calor en verano, pero que les daba de comer: la naturaleza.
Era una hermosa tarde de primavera. No hacía frío ni calor. El sol se
posaba sobre el juvenil rostro, casi infantil, de Rosa, sentada en la plaza del
pueblo junto a la fuente. Los pies de la niña no alcanzaban a tocar la tierra
del suelo y se balanceaban hacia delante y hacia atrás mientras una mosca
intentaba aterrizar sobre sus blancas zapatillas de lona. Las demás gentes del
pueblo estaban en casa o trabajando el campo. Ella, sola allí, esperaba.
–Hola, Rosa, ¿qué haces?
Se giró al oír esa voz y vio aparecer por el borde de la fuente a su
amiga acariciando con la mano el borde de la pila de agua.
–Hola, Adelaida, estoy esperando el autobús.
El único medio de conexión, que no fuera ir en carro, con el mundo
exterior consistía en un viejo autobús Chrysler que en la aún reciente Guerra Civil
había sido utilizado como ambulancia. Cada martes y viernes pasaba por aquel
lugar camino a la capital. El viaje duraba unas dos horas y se compartía con
lugareños de pueblos cercanos, animales y una infinidad de bultos atados con
diversas cosas compradas en la ciudad o camino de ella para venderlas, si había
suerte ese día.
–Mi padre me manda a la casa de los señores en la ciudad.
–¿Pero de vacaciones?
–No, para siempre.
Rosa era huérfana de madre desde que un terrible invierno en el pueblo
acabó con las cosechas y varios vecinos, llevándoselos al más allá de alguna
parte. Su padre trabajaba de casero para unos ricos señores terratenientes del
término, se encargaba de las tierras y de mantener la mansión en orden para cada
vez que llegaban los dueños a pasar unos días o a cazar por sus montes. Allí su
padre, poco a poco, se fue dando cuenta de que un hombre solo no podía criar a
una niña como Dios manda y le pidió al patrón que por favor la tomara como
sirvienta en la casa de la capital. De esa manera tendría la posibilidad de
abandonar aquel olvidado lugar. Adelaida se quedó sentada, en silencio y sin
moverse, junto a Rosa, intentando transmitirle su cariño como en una especie de
velatorio en vida. Su padre no quiso ir a despedirla, así se lo dejó entrever
esa mañana cuando le dio un poco de dinero y todo lo que conservaba de su
difunta esposa. Antes de cerrar su maleta, le introdujo la única foto que
tenían de su madre.
–Toma, hija, quédatela. A tu madre le encantará, allí en el cielo, estar
junto a ti. Así podrá ver cómo te haces una mujer y llegas a ser una gran
dama.
Al partir el autobús rumbo a la capital, Rosa miró a su casa intuyendo
que nunca más volvería a verla.
La ciudad entró en la vida de la niña y de la mujer después, de manera
intensa. Fueron años de cambios en todos los aspectos de la sociedad porque
siempre después de una guerra civil, así ocurre. La vida de Rosa no fue lo que había
imaginado. Eran tiempos de penuria y pobreza, pero a la vez todo avanzaba. El
progreso, lento pero inexorable, se manifestó en todo lo que la rodeaba. Ella
lo recibió y lo acomodó en su interior como pudo, pero a través de los años fue
descubriendo que una parte importante de su corazón, de su mente y sobre todo
de sus sentimientos, ya estaban forjados en la vida que había llevado en el
pueblo, en esas vivencias, en la manera de afrontar allí la vida y que le
marcaría, como le suele pasar a la mayoría de personas que abandonan un pueblo,
para el resto de su existencia.
Si las cosas venían duras y mal dadas, había que refugiarse en el tronco
hasta que pasara el temporal. En cambio, otras veces era necesario abrir los
brazos, respirar hondo y abrirse al destino. No era necesario gritar, bastaba
con sentirse a gusto con uno mismo y sobre todo que los demás se sintieran
igual contigo, como cuando su amiga Adelaida sin decir le hizo sentir su cariño
y su amistad hasta que el autobús las separó. Esos sentimientos no se pueden
oír ni ver, se transmiten por el alma.
Rosa entró a servir en casa de los señores de inmediato, primero
ayudando en la limpieza de la casa, haciendo recados y en la cocina. Ahí
descubrió que poseía habilidades innatas. No empezó de cero pues allá en el
pueblo, desde la pérdida de su madre, ayudaba a su padre a preparar la comida.
Poco a poco fue haciéndose cargo del cuidado de la vieja casa. En la ciudad
aprendió recetas más variadas y complicadas que en el pueblo no se conocían,
pero donde realmente daba la talla era en la preparación de los humildes platos
de La Puebla
donde la sencillez y simplicidad de sus ingredientes no eran óbice para que el
resultado final fuera exquisito.
El paso del tiempo fue imprescindible para que le confiaran el correcto
funcionamiento de la casa de los señores, todo pasaba por sus manos o por su
cabeza. No tenía tiempo para divertirse, trabajaba y vivía en el mismo lugar.
Tan sólo se permitía algún rato libre cuando iba y venía al mercado de La Cebada y disfrutaba mirando
los escaparates de las tiendas de ropa, muebles, joyerías y perfumerías. En uno
de esos trayectos del mercado a casa conoció a Luis María, el propietario de
una vieja tienda de artículos religiosos en la calle Esparteros y poca cosa
físicamente, pero con un corazón de santo como no podía ser de otra manera. Entablaron
amistad y comenzaron a salir. No era cosa de dejar pasar el tiempo, pues él ya
tenía cuarenta años, así que se casaron al año de conocerse.
Rosa, al contraer matrimonio, se trasladó a vivir a la casa de su esposo
dejando la habitación que tenía en la de los señores. Su nuevo hogar en un
pequeño piso en una corrala de Lavapiés donde el sol iluminaba las cuerdas de
tender, los aromas de la cocina de Rosa inundaban el patio, la felicidad del
matrimonio dio con el tiempo el fruto deseado, la pequeña Paloma.
La llegada de su hija y la dureza de aquellos años hicieron que Rosa
decidiera un día que no quería pasar más penurias económicas.
–Luis María, tú sabes de sobra que cocino bien y que en casa de los
señores les encanta como lo hago, por lo que he pensado que podría cocinar para
más personas.
–¿Para más personas?
–Sí, vamos a abrir una casa de comidas.
–¿Un bar, nosotros, pero dónde?
Aunque en un principio el bueno de Luis María se negó en rotundo, al
final la insistencia y el poder de convicción de Rosa –mujer sencilla pero con las
dotes de persuasión perfectas, hablar lo justo mirando a los ojos, simpatía
natural, ideas claras y ni un pelo de tonta, es decir, una mujer de negocios–,
cedió a los deseos de su esposa y al cabo de pocos meses la tienda de artículos
religiosos desapareció y dejó paso a la casa de comidas “La Paloma ”.
Como por un milagro, el silencio, el olor a cera y las figuritas de
santos y vírgenes fueron barridas por el bullicio de las mesas, el olor a los
platos cocinados por Rosa y el sinfín de clientes cuyo número no cesaba de
crecer a la puerta del local esperando una mesa libre. Así pasaron varios años
y la vida le ofreció su mejor faceta a Rosa y su familia.
El negocio funcionaba de maravilla, tomaron empleados y cada día se
llenaba de clientes que no sólo eran los trabajadores del barrio, sino que
venían de toda la ciudad e incluso de fuera. Sobre sus mesas y frente a gente
de dinero, banqueros, políticos, famosos y algún que otro vividor, se posaban espléndidos
galianos manchegos con conejo, gallina y jamón, revitalizantes sopas de ajo con
huevos de gallinas rojas, entre otras recetas, escoltados por celestiales
pasteles de queso de Burgos.
Bajo las mesas y entre risas y desparpajo correteaba la pequeña Paloma. Le
gustaba incordiar a su madre en la cocina pero también le encantaba trajinar
con las cucharas y los alimentos. Su madre la dejaba hacer cosas sencillas, y
lo primero que aprendió a preparar –de forma impecable, por cierto– fueron las
deliciosas mermeladas que su madre hacía en el pueblo. Todo era perfecto. Allí
estaban su marido, ella y la niña a su alrededor revoloteando mientras se convertía
en una mujercita.
Pero algo en su vuelo se iba torcer con el tiempo.
El dinero que Rosa había visto en manos de otros ahora llegaba a las
suyas. Se mudó a un gran piso en el centro de la ciudad, su marido la llevaba
en un Dodge a pasear, su hija estudiaba
en un buen colegio y asistía a fiestas que organizaban sus amigos de familias
de buena posición. Ahí comenzó todo.
Era época en la que los jóvenes tenían en sus manos el poder del cambio
social, el descubrimiento de sensaciones nuevas que le hacían a uno sentirse
distinto y libre, si se tenía dieciocho años sobre todo. Rebeldía, música, ir a
contracorriente, anti-sistema y amor, mucho amor libre. Explosiva mezcla si
además se agrega sexo, drogas y rock and roll pagados por mamá.
Su joven hija cambió su aspecto físico, se dejó el cabello largo y
suelto, se ató una cinta en la frente, usaba ropa hippy, de su cuello colgaba
un medallón con el símbolo de la paz, sus ojos comenzaron a enrojecerse, escuchaba
una música nueva y asistía a manifestaciones callejeras que acababan a la
carrera. Todo esto era su nuevo mundo. Un mundo alejado de sus padres.
–Luis María, cada día estoy más preocupada por la niña, esas amistades
que tiene, esos hippies sucios, no me
gustan nada. Su ropa huele a eso que fuman, no quiere hablar conmigo nunca, no
para un instante en casa y ya no viene al restaurante a comer. Y las notas cada
día son peores, incluso me han llamado del colegio para decirme que casi no
asiste a clase.
Un domingo una pareja de policías de paisano se presentó en “La Paloma ” para decirles que
su hija estaba en el hospital. La habían ingresado por intoxicación etílica y alguna
otra sustancia. En lamentable estado físico fue entrando y saliendo en diversas
clínicas para desintoxicarse, pero era un viaje de ida y vuelta constante.
Así pasaron dos años y a base de mucho esfuerzo de sus padres, Paloma parecía
volver al buen camino. Ya era una mujer de veintiún años muy bella y con un
cuerpo para mojar pan. Además parecía que la mala vida incluso le había dado un
aire más interesante.
Un domingo de agosto de 1969, en casa de Rosa sonó el teléfono góndola
rojo del recibidor cuando descansaba en el sofá de cuero repujado de su piso,
frente al Parque del Retiro.
–¿Mamá? Hola, soy Paloma, te llamo para deciros que me voy de viaje a la
granja de un amigo. Salimos hoy. Nos vamos a una fiesta donde va a haber un
concierto con muchísima gente, vienen cantantes muy famosos.
–Pero Paloma, ¿dónde está esa granja?
–En Nueva York, la fiesta se llama Woodstock –y colgó.
Luces espirales, grandes viajes mirando a las estrellas, paz, amor y
muchos hermanos de sentimientos como Janis
Joplin, Joan Baez, Santana, The Who, Joe Cocker y el gran Jimmi Hendrix pasaron
por sus ojos y otras partes de su cuerpo en aquella fiesta. Papeles de fumar,
botellas y jeringuillas, comunas, furgonetas Westfalia pintadas con flores,
pósteres con el anagrama de la paz y protestas antiVietnam, fueron a partir de
esa fiesta quienes ejercieron de padre, madre y nido de la pequeña Paloma.
Durante los siguientes diez años Rosa no supo nada más de su hija.
Su marido tampoco sabría jamás de su hija porque al conocer la noticia
de su marcha y que no regresaba, un infarto atacó su vena aorta y cayó
fulminado sobre las figuritas de San José que aún conservaba de su antigua
tienda y que limpiaba en ese momento. Todo lo sucedido fue demasiado incluso
para una mujer como Rosa. Cinco años después de la marcha de su hija y de la
muerte de su esposo, no tuvo fuerzas para seguir con el negocio familiar que
tanto le había costado levantar y lo vendió, junto a las demás casas y
propiedades, incluido el Dodge plateado que fue adquiriendo con los años, por
una buena suma de dinero y se marchó a su primera casa en la vieja corrala de
Lavapiés.
No la abandonaron los admiradores de su arte culinario y, sobre todo, de
su bondad y carácter. La visitaban con frecuencia en su casa para saber cómo se
encontraba. Un día y otro también aparecían por allí tanto un gran banquero
como un político de primer orden, un gran médico o simplemente un albañil amigo
de toda la vida.
Con ellos compartía conejo con alcaparras, perdices escabechadas o
sublimes buñuelos de merluza que hacían saltar lágrimas de emoción, agradecida
por su cariño. A los postres, sentados ante la mesa camilla al calor del
brasero, les agasajaba con pringadillos de canela y aguardiente o con
celestiales tortas de chicharrones acompañadas de una copita de anís dulce,
como era ella. Todo sucedía con la más absoluta sencillez y discreción, en
casa, con mantel de cuadros, jarra de agua y geranios en el balcón.
De esta manera intentaba olvidar la pena que la corroía y a la vez les
devolvía lo que les debía, pues gracias a ellos sus antiguos clientes le dieron
la oportunidad de prosperar en la vida durante todos los años que estuvo
abierta “La Paloma ”.
El tiempo pasaba y fue así como en su casa, al amparo de la sencillez y
del brasero, se siguieron fraguando grandes operaciones financieras, campañas y
decisiones políticas de orden nacional o simplemente se discutía si el penalti
fue o no fue justo. Rosa, con el dinero ahorrado, se dedicó a ayudar a
muchísima gente además de conseguir favores para otros en esas comidas, pues
como decía ella, ¿ahora para qué lo
quiero?
Al atardecer de un día de otoño,
cuando en la esquina la castañera con su delantal blanco calentaba las manos de
los que pasaban por allí, sonó el timbre de su casa.
–Doña Rosa, le traigo un paquete.
A los diez años de la marcha de su hija, el cartero trajo noticias de
Estados Unidos. Rosa se sentó en el sofá de siempre donde Paloma, de pequeña,
saltaba para demostrar lo alta que era. Al abrirlo se encontró un frasco de
cristal y una carta de Paloma.
Era un tarro de mermelada de naranja, la misma que Rosa le enseñó a
elaborar en la cocina del restaurante. La etiqueta estaba en inglés y no la
entendió, pero en el centro había una foto de Paloma con una niña pequeña
sentadas en un campo florido, rodeadas de árboles frutales. Eran Paloma y su
hijita, la desconocida nieta de Rosa.
En la carta que acompañaba al frasco de mermelada, Paloma le decía a su
madre que estaba bien, que sabía que con su desaparición les hizo mucho daño y
que tampoco su silencio de tantos años estuvo bien, pero que en aquel momento
tuvo que hacerlo, deseaba ver cosas nuevas, abrir las ramas al destino y
respirar.
Su vida había cambiado, por fin, hacia un destino mejor. Abandonó las
drogas, la mala vida y tuvo una niña de soltera que se llamaba Jenny.
Al nacer se fueron a vivir a una pequeña granja donde empezó a cultivar
árboles frutales y a hacer aquellas mermeladas que le había enseñado su madre
en la casa de comidas. Poco a poco fue teniendo éxito hasta convertirse en la
propietaria de una gran empresa de conservas. La vida le dio una segunda
oportunidad, era otra persona, feliz y con una existencia como su madre siempre
había querido para ella. Se casó con un abogado mayor que ella que se convirtió
en un político muy poderoso, tanto que lo que él decía cambiaba el destino de
muchas personas. La respetaba mucho y quería a la pequeña Jenny como su fuese
suya. También le decía en la carta que pronto irían a verla, se lo prometía, y
que Jenny sabía que tenía unos abuelos maravillosos. Cuando fueran a verla,
también irían al pueblo de su infancia. Paloma no sabía que su padre había
muerto hacía años por su culpa.
En el salón del piso de la corrala Rosa se reclinó sobre el sofá de
cuero repujado, junto al brasero, que conservaba de su gran casa. Apoyó su
cabeza en el respaldo y el viejo gato que vivía con ella saltó a su regazo.
Rosa esbozó una sonrisa y cerró plácidamente los ojos. Parecía feliz y
relajada. De repente, algo sucedió dentro de ella imposible de cambiar. Su mano
cayó del apoyabrazos y se quedó colgando con los dedos abiertos e inertes.
El gato la miró fijamente y saltó de ella al suelo sabiendo qué era lo
que acababa de suceder. De entre los dedos de Rosa la carta se deslizó y fue planeando
en círculos hasta caer encima del brasero.
Mesa, mantel a cuadros, cortinas, geranios y vigas de madera se
transformaron en un instante en una rabiosa bola de fuego. La corrala de Lavapiés
se convirtió en una espiral luminosa que ascendió hasta los cielos aupando a
Rosa hacia él.
Ella no tendría calor porque sabía muy bien qué hacer en esas
circunstancias. Como hacían los árboles en verano en La Puebla , abriría sus brazos
para refrescarse. Cuando sintiese el fresco aire del cielo, se cobijaría sobre
sí misma.
Ocho horas tardaron los bomberos en extinguir el fuego. Nada quedó de la
corrala excepto escombros y ceniza humeante. Pero algo quedó en aquel lugar. Dicen
los que por allí pasean que entre el olor de la madera quemada a veces se
mezcla el de toledano con tomate, cebolla y pimientos, o en las tardes de otoño,
el de migas de pastor con chorizo y tocino entreverado, y que cuando sopla el
viento de Ábrego, después de pasar por La Puebla , se percibe claramente el aroma de un
inigualable arroz con leche, su trocito de corteza de limón y su ramita de
canela encima.
No hay comentarios:
Publicar un comentario