lunes, 3 de febrero de 2014

VISITAS GUIADAS


Mariska acudía cada sábado al Museo Nacional de Bellas Artes con el fin de

enamorarse. La tarea, en un principio, no parecía una meta imposible pues allí se

albergaban tantas cosas bellas como para enamorarse una y mil veces sin salir de aquel

lugar. Precisamente por eso mismo, lo que sí era tarea muy improbable sería serle fiel al

mismo amor. La madre de Mariska fue una abnegada profesora de literatura en la

antigua San Petesburgo hasta que la dureza del invierno, la precariedad laboral y  los

cuchillos afilados de la Revolución le hicieron partir hacia Paris en los años 20.

En el deseo de que su hija tuviera una vida mejor le decía: “la inteligencia, el buen

gusto y la educación solo lo podrás encontrar juntas en el arte y si algún día buscas una

persona con esas cualidades, tendrás que buscarlo allí donde haya arte a raudales. ”



Mariska, hija atenta en cumplir todos los deseos de su madre, tomó al pie de la letra el

consejo y acudía desde hacía años al Museo presta a encontrar una obra maestra, a ser

posible alto y varonil, oculta entre tantas piezas de incalculable valor. Mariska era un

mujer de treinta y siete años cuando la conocí  y portadora de una insinuante mirada que

solo  tienen las mujeres que saben mirarte y decirte con su mirada que conocen

perfectamente qué te gusta y qué no.                                                     

 La conocí en casa de un amigo común, Paul, francés de padres españoles exiliados al

acabar la guerra civil, aunque era más común  para ella que para mi. Él era técnico de

mantenimiento del Museo y aunque no tenía arte en sus venas sí tenía  facilidad de

palabra y salero con las mujeres, probablemente heredado de su madre, una simpática

andaluza de Arcos de La Frontera. 

Una tarde lluviosa y triste de otoño, después de decirle a Mariska que la sala la iban

a cerrar por unas reparaciones, acabaron retozándose entre Miguel Ángel, Caravaggio y  

el esplendor holandés del siglo XVII.

Mariska no sólo heredó de su madre la belleza y una inteligencia fuera de lo común sino

también el arte de los fogones. Irina Launiz, que así se llamaba su mamá, descubrió

en la ciudad del Sena que ganarse la vida en aquellos años de bohemia y fiestas

Napoleónicas era mucho más fácil dando de comer y beber que enseñando la sabiduría

literaria de los grandes autores rusos, aunque había gente para todo. Montó una peque-

ña casa de comidas donde daba de comer y beber a los noctámbulos parisinos y algunos

compatriotas exiliados, llegando a ser un punto de reunión gastronómica y cultural en la

orilla izquierda del río.

Coincidí con ella en su casa una tarde nevada de febrero en la que me invitó a cenar

junto a mi amigo. Allí los tres pudimos comprobar cómo ella heredó la mano certera y

ágil de Irina en la cocina, donde nos deleitó con unos deliciosos “zakuskis”, pequeños

entremeses compuestos de caviar beluga comido a cuchara,  unos “zhulien” con setas

salvajes, cebolla y crema ácida, “phkalis” de remolacha  y nueces asadas con un sabor

inolvidable, y un “satsivi” de pollo deshebrado al estilo de Georgia. Todo ello y

como no podía ser de otra manera, regado con pequeñas copas de Krepkaya, destilado

con agua pura de los glaciales y filtrado con arena de cuarzo, vodka que sólo las

naturalezas más duras pueden soportar. Cuando las pupilas empezaban a dilatarse

por efecto de la bebida Mariska nos sorprendió con un delantal ceñido a su prietas

pinturas y oprimiendo sus rusos pechos con un “borscht” -magistral bol de sopa casi

rozando el estofado donde deambulaban como corsarios trozos de cerdo ahumado,     

 pato braseado y pecho de ternera en una batalla de sabores en busca de un puerto donde

amarrar-.                                                                             

 La verdad no sé qué me sorprendió más si esto o su perfecta anatomía de atleta

retirada capaz de batir marcas todavía.
                                                             
Al cabo del rato, con la sensación de haber llegado al límite de la capacidad estomacal

y con la lengua algo trabada le pregunté a mi amigo cómo se podía pagar Mariska estos

lujos y esta casa con su trabajo de traductora de ruso.

Mi amigo se desplomó al final de mi pregunta y Mariska, atenta a la pregunta que

acababa de realizar a mi ebrio amigo, dijo que con un café -express por supuesto- y

estando sentados en el sillón junto a la ventana, por la que se veía el cauce del Sena

nevado, me lo contaría. Allí me dirigí mientras el humo de Galoises me envolvía.

Esperé un rato. Cuando ya empezaba a dar cabezazos por efectos del vodka y de la

antigua calefacción, alimentada por cáscaras de almendra, apareció ella con una

espectacular bata azul cielo de la mejor seda china ribeteada con plumas con una

abertura lateral por donde asomaba un esplendoroso muslo digno de una

medallista olímpica en 100 metros vallas. En sus finas manos, dignas de una

de una baronesa, la bandeja de cafés humeantes acompañada de una sonrisa tan

embriagadora que me creó la sensación de estar ante la mismísima zarina Alejandra y

yo ser el zar Nicolás.

No recuerdo muy bien lo que pasó a continuación, pero me pareció oír al oído, mientras

sentía algo parecido a un mordisco en el cuello, la voz de Mariska diciéndome:

“Mi querido amigo español, el arte está bien para satisfacer tu ego cultural pero lo que

un hombre puede dar por tener a una mujer a su lado, no lo dará por nada mas...

Cuando te vayas de este mundo lo que realmente contará en tu haber será todo aquello

que hayas podido compartir con otro ser humano: el amor, el sexo, la risa, una buena

comida y todo aquello que hayas podido exteriorizar y mostrar a los demás porque tus

sentimientos sólo los conoces tu. Yo busco compartirlos con las personas acertadas”,

sentenció.No supe interpretar muy bien aquello pero me dejé llevar. Le pregunté por la

conciencia, las normas establecidas y no sé qué más chorradas y ella me susurró algo así

como: “¿Acaso yo te pregunto a ti qué haces con tu vida?”

A la  mañana siguiente el apartamento olía aun a “borscht” y tabaco. Mi

amigo seguía en el mismo sitio, sentado con la cabeza apoyada en la mesa y la mano

dentro de la crema ácida. Mariska estaba acurrucada en la alfombra entre cojines y

frente a la chimenea. La tapé con una manta e intenté salir de allí antes de que mi

cabeza los despertara al explotar. En la calle, el frío me devolvió a la realidad, caminé

por la orilla nevada mientras oía las palabras de Mariska y sus gemidos en mi cabeza,

aunque esto último no supe jamás si fue real o un sueño.                                      

Nunca más la volví a ver pero mi amigo me dijo que al cabo del año se casó con un rico

marchante de obras de arte con el que coincidió en el museo una tarde durante una

exposición de Matisse. Me alegré por ella y por Irina y por Matisse...
             
También he de decir que sentí envidia de ese hombre pues me lo imaginé saboreando

las exquisiteces culinarias de ella y las no menos delicatessen de sus imperiales curvas

día tras día. Así es la vida. Ella me hizo recapacitar sobre muchas cosas, sobre deseos,

sobre valores, sobre complejos y principalmente sobre cómo ser feliz…

Desde entonces cada vez que visito un museo miro a mi alrededor buscándola....

                                                                                                                                      

Ramón Pérez Aguilar.

Relato premiado en el concurso de relatos " Un libro llamado deseo." 
                                                                  
                                                                    

     

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