Mariska acudía cada sábado al Museo Nacional de Bellas Artes
con el fin de
enamorarse. La tarea, en un principio, no parecía una meta
imposible pues allí se
albergaban tantas cosas bellas como para enamorarse una y
mil veces sin salir de aquel
lugar. Precisamente por eso mismo, lo que sí era tarea muy
improbable sería serle fiel al
mismo amor. La madre de Mariska fue una abnegada profesora
de literatura en la
antigua San Petesburgo hasta que la dureza del invierno, la
precariedad laboral y los
cuchillos afilados de la Revolución le hicieron
partir hacia Paris en los años 20.
En el deseo de que su hija tuviera una vida mejor le decía:
“la inteligencia, el buen
gusto y la educación solo lo podrás encontrar juntas en el
arte y si algún día buscas una
Mariska, hija atenta en cumplir todos los deseos de su
madre, tomó al pie de la letra el
consejo y acudía desde hacía años al Museo presta a
encontrar una obra maestra, a ser
posible alto y varonil, oculta entre tantas piezas de
incalculable valor. Mariska era un
mujer de treinta y siete años cuando la conocí y portadora de una insinuante mirada que
solo tienen las
mujeres que saben mirarte y decirte con su mirada que conocen
perfectamente qué te gusta y qué no.
acabar la guerra civil, aunque era más común para ella que para mi. Él era técnico de
mantenimiento del Museo y aunque no tenía arte en sus venas
sí tenía facilidad de
palabra y salero con las mujeres, probablemente heredado de
su madre, una simpática
andaluza de Arcos de La Frontera.
Una tarde lluviosa y triste de otoño, después de decirle a
Mariska que la sala la iban
a cerrar por unas reparaciones, acabaron retozándose entre
Miguel Ángel, Caravaggio y
el esplendor holandés del siglo XVII.
Mariska no sólo heredó de su madre la belleza y una
inteligencia fuera de lo común sino
también el arte de los fogones. Irina Launiz, que así se
llamaba su mamá, descubrió
en la ciudad del Sena que ganarse la vida en aquellos años
de bohemia y fiestas
Napoleónicas era mucho más fácil dando de comer y beber que
enseñando la sabiduría
literaria de los grandes autores rusos, aunque había gente
para todo. Montó una peque-
ña casa de comidas donde daba de comer y beber a los
noctámbulos parisinos y algunos
compatriotas exiliados, llegando a ser un punto de reunión
gastronómica y cultural en la
orilla izquierda del río.
Coincidí con ella en su casa una tarde nevada de febrero en
la que me invitó a cenar
junto a mi amigo. Allí los tres pudimos comprobar cómo ella
heredó la mano certera y
ágil de Irina en la cocina, donde nos deleitó con unos
deliciosos “zakuskis”, pequeños
entremeses compuestos de caviar beluga comido a cuchara, unos “zhulien” con setas
salvajes, cebolla y crema ácida, “phkalis” de remolacha y nueces asadas con un sabor
inolvidable, y un “satsivi” de pollo deshebrado al estilo de
Georgia. Todo ello y
como no podía ser de otra manera, regado con pequeñas copas
de Krepkaya, destilado
con agua pura de los glaciales y filtrado con arena de
cuarzo, vodka que sólo las
naturalezas más duras pueden soportar. Cuando las pupilas
empezaban a dilatarse
por efecto de la bebida Mariska nos sorprendió con un
delantal ceñido a su prietas
pinturas y oprimiendo sus rusos pechos con un “borscht” -magistral
bol de sopa casi
rozando el estofado donde deambulaban como corsarios trozos
de cerdo ahumado,
pato braseado y pecho
de ternera en una batalla de sabores en busca de un puerto donde
amarrar-.
La verdad no sé qué
me sorprendió más si esto o su perfecta anatomía de atleta
retirada capaz de batir marcas
todavía.
Al cabo del rato, con la sensación de haber llegado al límite
de la capacidad estomacal
y con la lengua algo trabada le pregunté a mi amigo cómo se
podía pagar Mariska estos
lujos y esta casa con su trabajo de traductora de ruso.
Mi amigo se desplomó al final de mi pregunta y Mariska,
atenta a la pregunta que
acababa de realizar a mi ebrio amigo, dijo que con un café
-express por supuesto- y
estando sentados en el sillón junto a la ventana, por la que
se veía el cauce del Sena
nevado, me lo contaría. Allí me dirigí mientras el humo de
Galoises me envolvía.
Esperé un rato. Cuando ya empezaba a dar cabezazos por
efectos del vodka y de la
antigua calefacción, alimentada por cáscaras de almendra,
apareció ella con una
espectacular bata azul cielo de la mejor seda china
ribeteada con plumas con una
abertura lateral por donde asomaba un esplendoroso muslo
digno de una
medallista olímpica en 100 metros vallas. En
sus finas manos, dignas de una
de una baronesa, la bandeja de cafés humeantes acompañada de
una sonrisa tan
embriagadora que me creó la sensación de estar ante la mismísima
zarina Alejandra y
yo ser el zar Nicolás.
No recuerdo muy bien lo que pasó a continuación, pero me
pareció oír al oído, mientras
sentía algo parecido a un mordisco en el cuello, la voz de
Mariska diciéndome:
“Mi querido amigo español, el arte está bien para satisfacer
tu ego cultural pero lo que
un hombre puede dar por tener a una mujer a su lado, no lo
dará por nada mas...
Cuando te vayas de este mundo lo que realmente contará en tu
haber será todo aquello
que hayas podido compartir con otro ser humano: el amor, el
sexo, la risa, una buena
comida y todo aquello que hayas podido exteriorizar y
mostrar a los demás porque tus
sentimientos sólo los conoces tu. Yo busco compartirlos con
las personas acertadas”,
sentenció.No supe interpretar muy bien
aquello pero me dejé llevar. Le pregunté por la
conciencia, las normas establecidas y no sé qué más chorradas
y ella me susurró algo así
como: “¿Acaso yo te pregunto a ti qué haces con tu vida?”
A la mañana siguiente
el apartamento olía aun a “borscht” y tabaco. Mi
amigo seguía en el mismo sitio, sentado con la cabeza
apoyada en la mesa y la mano
dentro de la crema ácida. Mariska estaba acurrucada en la
alfombra entre cojines y
frente a la chimenea. La tapé con una manta e intenté salir
de allí antes de que mi
cabeza los despertara al explotar. En la calle, el frío me
devolvió a la realidad, caminé
por la orilla nevada mientras oía las palabras de Mariska y
sus gemidos en mi cabeza,
aunque esto último no supe jamás si fue real o un
sueño.
Nunca más la volví a ver pero mi amigo me dijo que al cabo
del año se casó con un rico
marchante de obras de arte con el que coincidió en el museo
una tarde durante una
exposición de Matisse. Me alegré por ella y por Irina y por
Matisse...
También he de decir que sentí envidia de ese hombre pues me
lo imaginé saboreando
las exquisiteces culinarias de ella y las no menos
delicatessen de sus imperiales curvas
día tras día. Así es la vida. Ella me hizo recapacitar sobre
muchas cosas, sobre deseos,
sobre valores, sobre complejos y principalmente sobre cómo
ser feliz…
Desde entonces cada vez que visito un museo miro a mi
alrededor buscándola....
Ramón Pérez Aguilar.
Relato premiado en el concurso de relatos " Un libro llamado deseo."
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